COLUMNA INVITADA
El que conoce el arte de vivir consigo mismo ignora el aburrimiento”
En esta maniquea visión del mundo y de la existencia que tenemos los seres humanos, origen de nuestras insatisfactorias vidas, hemos convertido en enemigo a uno de los más poderosos detonadores de creatividad, progreso y evolución espiritual: el aburrimiento.
Se le ha considerado como al peor enemigo, en voz de Voltaire, o una enfermedad, según el militar francés Caballero de Lévis, o causante de atrocidades, de acuerdo al filósofo español Fernando Savater.
Esa sensación compuesta de irritación, desasosiego, vacío y sinsentido, que es el aburrimiento, ha sido a tal grado incomprendida, desaprovechada y denostada, que prácticamente le prohibimos a nuestros hijos aburrirse porque “se les meten malas ideas”, al fin y al cabo el ocio, productor de aburridos, es la madre de todos los vicios.
Y es así que cuando no tenemos la posibilidad de proporcionarles nosotros mismos los quehaceres o no sabemos encauzarlos hacia aquellos que pueden convertirse en vocaciones y pasiones, les permitimos distraerse horas frente a la computadora, el teléfono celular y los videojuegos, matando el aburrimiento de la manera más inútil y perniciosa.
Si cuando se aburren únicamente se distraen, estos chicos solo cambian de aburrimiento, por tanto pueden llegar a convertirse en aburridos crónicos, ergo: seres autodestructivos y dañinos para otros. Está comprobado, además, por las ciencias que estudian la mente y la conducta, que ante el aburrimiento somos proclives a caer en las adicciones.
Pero una vez más, y como todo, no es el aburrimiento la causa de nuestros males, sino sólo un impulso a movernos, al que podemos reaccionar muy mal, desde una distorsionada forma de ver y vivir la vida.
Sin aburrimiento nos quedaríamos paralizados, muriendo poco a poco de indolencia en una cama o un sillón, sin querer nada, ni televisor ni celular ni libro ni compañía.
Es necesario el aburrimiento para descansar, pues nos impulsa al placer; para crear, porque nos lleva a emprender nuevos proyectos; para autoconocernos, ya que nos permite observarnos.
Sin embargo, para evitarlo, así como para evitar sentir malestar en general, acostumbramos vivir ocupados, muertos de cansancio o, en el otro extremo, completamente distraídos en actividades vanas e ideas superficiales; siempre, por supuesto, evitando mirarnos hondo.
Como el aburrimiento es un malestar, no es fácil verlo como un aliado, menos en la actualidad, en la era de la intolerancia a la frustración, debido a la consecución casi inmediata de nuestros deseos, posible gracias a la tecnología y las tarjetas de crédito.
Y debido, también, a la mediocridad de esos deseos, así como a la calidad de distracción, y no de ocupación gozosa y profunda, que le imprimimos a la mayoría de nuestras actividades.
El problema es que las distracciones duran poco y el aburrimiento vuelve pronto. Cuando emprendemos, en cambio, empresas difíciles y de largo aliento o gran compromiso, que mantengan nuestro entusiasmo en el tiempo, el aburrimiento no solo se alejará por temporadas, sino se habrá convertido en progreso.
Si en lugar de ver una película nos observamos un rato, para ver por qué una vez que alcanzamos aquello que deseamos, nos acostumbramos tan rápido a ello que dejamos de disfrutarlo y, por ende, nos aburrimos, descubriremos que no pocos aspectos de nuestras vidas necesitan atención.
En primera instancia, veremos que satisfacer nuestros deseos no es sinónimo de bienestar interno, como no sea momentáneo, porque nacimos para ir siempre más allá de donde llegamos, incluso después de morir; que, por cierto, nos está faltando gratitud por todo aquello que tenemos, sentimiento profundo que sí nos posibilita tanto el placer como la satisfacción para ya, aquí y ahora; y que el malestar, cualquiera que sea su origen y su forma de manifestación, siempre tiene un lado bueno: es el aviso de que tenemos que movernos de donde estamos de inmediato, sobre todo internamente.
Si se aburre, agradézcalo, significa que quiere y puede avanzar.