1720, Ciudad de México.
Juan Antonio de Urrutia aún tiene en su memoria —cuando niño— de aquellos consejos que el presbítero Jacinto Garay le aleccionaba en los pocos ocho meses que estuvo en el colegio, aunque su padre no sabía leer ni escribir, ese tiempo le permitió hacerse de lo que tuviera para poder defenderse en la vida. Un real al mes para los que quisieran aprender a leer y dos reales a quienes también desearan escribir, si ya también querías aprender a cantar ¡serían tres! En aquella desvencijada escuela del Valle de Gordejuela.
La voz del presbítero resonaba:
—¡Que de jumento jamás deberás ser tildado Juan Antonio! Lo poco que has sacado de provecho te servirá para toda tu vida, sin embargo, los tiempos que se viven son más para esperar hacer de comercio en ultramar, en la Nueva España, a donde raudo deberás de partir ¡no esperéis!
—¿Cómo comenzaré los negocios? No tengo un real por la mitad.
—¡Con la divina providencia Juan Antonio! ¡la divina providencia!
1726, llano de la hondonada entre el cerro de las sibilas —donde se construyó el Convento de Propaganda Fide franciscano— y el castellum aquae que construyó el Marqués Juan Antonio de Urrutia, como primeras obras de captación del agua para lograr un acueducto.
La solución exacta de la arquería y el comienzo de la construcción tenía como base una pequeña muestra —como si se hubieran hecho los arcos en pequeño, para medir la pendiente y el grado de inclinación, lo que permitía saber la velocidad y el flujo del agua que correría por el canal principal— de principio los arcos en su idea básica respetaban toda la estructura del llamado “arco romano” pero se sabía que si el peso de una sola roca a la altura considerable resultaría la imposta cada vez más ancha.
Al religioso prior franciscano Fray Diego de Montserrat, encargado de la realización de la albañilería, siguiendo los trazos que había hecho el propio Marqués de la Villa de Villar del Águila, Juan Antonio de Urrutia y Arana en su proyecto inicial del Acueducto, explicaba por qué las dovelas —la piedra curva que construye cada parte del arco en la parte de arriba del medio círculo— debían de ser doble de ladrillo rojo y no una sola, como de comienzo estaba planeado.
—¡Mire mi señor Marqués! si en vez de una sola dovela colocamos dos de ladrillo rojo, podemos disminuir el peso en la columna de recepción e imposta, si por el contrario fuera una sola de cantera el peso podía asentar el terreno.
—Mi ilustrísimo prior, debe ser de una sola dovela, debido a que, al no llevar cubierta de cantera, debe imponer el estilo y belleza no solo a la función de cada arco.
—Pero su excelentísima —guardando la tranquilidad necesaria al caso— el peso y el soporte de cada imposta —la columna cuadrada que soporta el arco— más el canal, el arco y la argamasa multiplican el peso y evitará su existencia por tiempos venideros.
—¡Que sea de una sola dovela! Le dará estilo y gracia a quien le observe.
El prior ya molesto no contestó y realizó la orden a los maestros cantereros de sostener cada pieza de la luz del arco —lo que mide de ancho por dentro cada arco, midiendo desde imposta a imposta—.
—Me darán presentación y por favor armen uno sobre impostas falsas, para que vea el señor Marqués del peso de mismo, así tendrá idea su excelentísima de lo que estamos hablando.
Para ello de pronto el prior atinó a enviarle recado a su superior en la Ciudad de México, que en este caso era el “Maestro Mayor de las obras de este Santo Oficio” “Maestro Mayor de este Reino y de la obra y fábrica material de esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana, de esta Corte y de estas Casas Reales” y “Maestro del arte de la arquitectura” a su Excelentísima Don Señor y Atento Maestro Pedro de Arrieta vecino y colindante Mestizo de la ciudad de Pachuca” Don Pedro de Arrieta.
La carta se recibió a puño y letra del interesado.
«… que a verdad sea dicha de los incontables maneras y sucesos que guardan en la Noble ciudad recién fundada de Tierra Adentro, que a los nativos le llaman Querétaro, que a cuenta de rentas de su merced a su persona y que de cuenta corre a la salud del interesado, sea de propicio a su conocimiento el saber la condición que guarda la obra y los sentires de los obrajes y costas de mismo…
…le indico que en fecha de los veintitrés del octavo de año, en la noble ciudad de Tierra Adentro, el excelentísimo, el ímpeto del Caballero de la Orden de Alcántara Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnauriz, tercer Marqués de la Villa de Villar el Águila es de poco dominio y suceso, que de a necedad ha encontrado el hacerse como el maestro de obra, dueño de territorios y ultranza de mando, haciendo que los encargados de la obra de albañilería enfrenten a su Prior solicitado, desobediencia al cargo y hacen solo lo que su excelentísima atiende, dejando a un porte mi, de ocupación…
… que de a propio tengo que deciros de la solicitud de su merced a dejar dicho cargo, a consecuencia de los resultados de la obra, a quienes le han designado mis superiores y que de saberse que soy único en quedarse, que así lo cumplo, pero que de responsivas no se me declare en oficio, por consiente de haceros de su conocimiento del suceso… firmo y calzo…»
El arquitecto asignado para la obra que daría acompañamiento y cuidado al Marqués de la Villa de Villar del Águila —uno de los ciudadanos de mayor poder en estas tierras y ultramares, de todas las confianzas del señor Virrey y del Rey propio— así que la misiva le causaba un poco de extrañeza, por un lado, el prior es de orden mendicante, su don es la obediencia sin determinar y voto de total mansedumbre.
Por otra el Marqués es de fino abolengo, de casta educada y no apto al desencuentro. Parece de primera ordenanza que el prior le narra de un ajeno, incluso se logra sospechar de la existencia de que alguna otra persona se hiciera pasar por el Marqués —usurpación inmediata, delito altamente castigado— debido a que el franciscano no le conoce de vistas y no le reconoce de título —ningún religioso de orden es aceptado que recite calificativos a ningún peninsular—.
Decidió el Maestro Don Pedro de Arrieta trasladarse al campo hondo —en la recién fundada Tierra de Adentro— donde se llevan a cabo los ejercicios de construcción y trazo de lo que se llamará Acueducto de nuestra Señora Santa María de las Clarisas Capuchinas, que pareciera se está convirtiendo en un lugar de confrontaciones.
El carruaje en el que se traslada tiene a poco con un lecho ya deteriorado y el eje desfasado de su centro, por ello el zangoloteo de un lado al otro le tiene ya mareado, los dos corceles que le tiran se le nota que el tiempo ha hecho merma en su brío, y a paso de tono, serán dos semanas para llegar a la hondonada de la construcción del acueducto.
Desde la bajada de la llamda cuesta de San Juan, el verde de los cerros, el camino con hierbas de tonos amarillos y candores se le advierte que la lluvia no ha dejado de caer ¡inclusive comienza a arreciar! el camino se mira lleno de ojos de agua y deteriorado por el paso de las carretas de las diligencias de minas; se miran carretas varadas en el camino con algunas ruedas rotas y en espera de ser atendidas.
Al aproximarse al camino de la hondonada se descubre un magistral paisaje:
Por comienzo un cerro de tonos rojos —como si un fuego se estuviera extinguiendo— deja caer un valle debajo de la montaña de verdes que le cruzan senderos de fuerte color naranja, parvadas de torrucos y silvestres carpinteros castellanos —que habrán llegado en alguna embarcación— han hecho su nido en este valle de esplendor. El pequeño destello que cimbra las vainas en el cielo cerrado de la pertinaz lluvia, le da un color de dorados a los reflejos de los ojos de agua y el exceso de pequeñas represas que hay por todo el valle, pareciera que la obra del acueducto es un pretexto caprichoso.
—¡Por Dios está lleno de agua estos lugares! — asombrado exclamaba el arquitecto —voy entendiendo la carta del Prior.
A su llegada a las pequeñas casas que se construyeron para el resguardo de las maderas y materiales le recibe el maestro de obra prior franciscano Fray Diego de Montserrat, quien le hace notar que la lluvia no ha parado desde el comienzo de la obra y le invita a pasar al cálido recinto.
—¡Bondad graciosa su merced que ha venido a contestación de la misiva de anteriores! Que Dios le guarde y compense tal acción.
—Mi estimado fraile que de momento me he asombrado de la cantidad en borbotones de agua que hay por esta región, que de inservible pareciera el acueducto, a menos que fuera una simple gracia de nuestro señor Marqués ¡voto a la providencia que fuera un error semejante obra!
—Su serenísima excelencia, cubro a bien ¡que lo hago de total voluntad! A no ser ciertas mis palabras goce yo de cabalidad alguna ¡insano pensamiento de hacerme de irrealidades! Pero debo confesaros mi señor que observo al Marqués fuera de sus inteligencias y deudores caminos de obra y buena voluntad ¡pareciera endemoniado!
—¡Los demonios no existen mi señor fraile! No a como nos los describen, pienso que de sus asuntos el señor Marqués ha sido relevado por algunas preocupaciones, pero de tono cercano señor prior, a título de su certeza y certidumbre, decidme… ¿conoce en persona al Marqués?
—¡Que Dios me perdone su excelencia! ¡que sí le reconozco! Que de frente y comida hemos convivido.
—¡Pero dígame, hermano mío! ¿ha visto a su excelentísima en persona en su casona?
—Bueno a pregunta cierta ¡no! pero viene de acuerdo cada día a observancias de la obra, convivimos, si esa es la pregunta ¡Sí convivimos!
La duda asaltó al religioso, le acomete pensamientos y singulares formas.
—¿Qué de engaño he sufrido todo este tiempo? ¡Dios me guarde en este error!
1727, casa del Marqués de la Villa de Villar del Águila, cena entre las familias.
El Caballero de la Orden de Alcántara Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnauriz, tercer Marqués de la Villa de Villar el Águila tiene a bien dejarse en visita a sus grandes amigos desde el valle del Llanteno, los señores don Juan Bautista de Luiando y Vermeo, Marqués que fue de Salvatierra, y su hermano don Luis Ángel, quienes a tiempo de caballo hicieron desde el Ayuntamiento de México, escarpado camino de más de seis días porque no ha parado de llover por estos lares.
Se han hecho de valor —arremetidos por los licores— en corcel han partido apenas la luna se ha escondido al barrio de los sibilas y hechiceros —justo en dónde se construye la segunda castellum acuae, en donde se recibirá parte del flujo del acueducto— un hediondo sistema de callejuelas ciegas de fondo alto y polvorosa cometida, que en declive han dejado soltar, restos por todos lados de gallinas quemadas, cueros rotos, ropa y perros que deambulan el barrio buscando algún menester o andrajo.
¡Los corceles de los jinetes interrumpieron con ferocidad el barrio! las brillantes espadas relucían ante el choque del brillo las antorchas colocadas en cada esquina del mendrugozo lugar, destellos se reflejan en las lúgubres paredes, el feroz latido del galope despertó a los lugareños que, a tenor de ser alguaciles, los que interrumpen la noche de ritos y satánicas figuras ¡salen al alboroto causado!
—¡Qué peste! — gritó don Juan Bautista de Luiando, Marqués de Salvatierra, llevándose la mano a su boca y nariz.
—¡Salid perro del infierno! — gritó el Marqués mientras que su corcel hacía la vuelta desenfrenado y excitado por el furor de la carrera— ¡Salid maldito! Enfrenta a quien tu señor le ha denominado contrincante ¡andad!
Las sibilas en andrajos pedían limosna a los señores alzando sus manos y acariciando las piernas de los jinetes… ¡acercándose en demasía a los animales nerviosos, a momento de buscar ser lastimadas!
—¡Una moneda mi señor! Una moneda solamente ¡para satisfacer mis necesidades su merced!
—¡Habla bruja maldita, a fuerza de sinceridad! —estilaba el Marqués a gritos— ¿En dónde está el señor Ojo de Jaguar? — mientras trataba, con dificultad, domar su brioso corcel.
Continuará…