El pasado 26 de octubre, el New York Times publicó una entrevista con Alejandro Encinas, Subsecretario de Gobernación para Derechos humanos, migración y población, en la cual se dice que el propio Encinas reconoció que en la investigación por la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa, muchas de las pruebas no son sólidas y por ello, algunas acusaciones se desmoronan.
Esto fue negado al día siguiente por el propio subsecretario, que recibió además el respaldo presidencial, sin embargo, la duda sobre la solidez de la investigación realizada por el fiscal especial nombrado para el caso ya está sembrada y corroborada además por el desistimiento de la Fiscalía General de la República cuando menos sobre 16 órdenes de aprehensión emitidas tomando como base esas pruebas, al parecer incluso falsificadas, para involucrar la participación de instancias militares en la comisión del crimen.
En el caso de la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa se llevan ya 8 años en los que los padres de los jóvenes siguen exigiendo justicia y desconfiando de la palabra de las autoridades, en un asunto en el que la verdad cruda quedó expuesta desde las primeras averiguaciones; los estudiantes fueron secuestrados, asesinados y desaparecidos por la acción concertada de policías municipales y delincuentes pertenecientes a una banda criminal. Después de todos esos años no ha surgido un solo dato que niegue estos hechos, pero sí surgió, desde la primera semana, la versión políticamente utilizable, de que fue un crimen cometido por el estado.
La versión surgió, precisamente de quienes eran oposición en ese momento en el escenario nacional, tratando tal vez de atenuar el costo de que el crimen había sido cometido con el conocimiento, asentimiento y colaboración de un presidente municipal afiliado a su partido, con evidentes y conocidos nexos con el crimen organizado de la región y aun así respaldado por la dirigencia nacional.
Nada de eso ha sido desvirtuado en las múltiples investigaciones que han seguido y en cambio sí se logró el linchamiento público de una autoridad federal víctima de un señalamiento infundado, pero creíble, por una población indignada y escandalizada. Bastó una duda sobre el destino de los cadáveres, sembrada por un perito no acreditado sobre la incineración de los cuerpos, para poner en duda lo que era, desde el principio evidente.
Sin embargo, la desconfianza obligó a que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, presidida en ese momento por Luis Raúl González Pérez, practicara la más amplia y no parcializada investigación, no solo sobre los hechos, sino también sobre los procedimientos judiciales, forenses y la actuación de las autoridades de los tres niveles de gobierno para delimitar responsabilidades y en consecuencia emitió múltiples recomendaciones que no fueron ni serán atendidas por el gobierno en turno por una simple razón, no sirven para justificar su versión y juicio sobre el fantasmagórico crimen de estado.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos, presidida hoy por Rosario Piedra, no ha retomado ninguna de las recomendaciones y la Comisión de la verdad ha realizado su propia investigación, no para hacer justicia, sino para encontrar o generar las condiciones para que se sostenga su afirmación de que en el crimen participaron instancias superiores del gobierno, particularmente, el ejército nacional.
El subsecretario Encinas, presentó un informe en el que categóricamente acusa a miembros de las fuerzas armadas y en el cual construye además todo un escenario de conspiraciones para encubrir la actuación “ilícita” de las autoridades federales y estatales, fundamentando en ello la teoría y el infundio generado desde el origen respecto a que fue el estado el responsable del crimen.
Lo negativo de este informe, presentado por el cálculo del momento político, es que está basado en las mismas especulaciones y falsedades proclamadas por ellos cuando eran oposición y que hoy difícilmente pueden comprobar para así construir su propia versión de la verdad histórica. Es muy difícil hacer justicia y encontrar la verdad que reclaman los padres de los normalistas, cuando se parte de juicios preconcebidos para obtener utilidad política.
Aunque se niegue la veracidad del contenido del artículo del New York Times, el subsecretario está siendo víctima de su propia trampa, pues difícilmente será judicializable el informe construido por una averiguación sin rigor forense, en la que los hechos buscan ser acomodados para hacer creíble su verdad, construida en la imaginación conspirativa de una oposición en lucha por alcanzar el poder, y que hoy en el gobierno difícilmente puede acreditar.
Lo grave no es la insidia en el informe, sino el uso político de la justicia, que deja de serlo cuando se vicia con la parcialidad y se tuercen los procesos para ajustarlos a un juicio previo en el que la culpabilidad fue decretada de antemano. La trampa a la justicia ya fue preparada por el informe del subsecretario, lo difícil es que pueda hacer que alguien más, aparte de él mismo, caiga en ella, porque para la ley y la justicia no bastan los dichos, faltan las pruebas, y esas, como lo dijo el New York Times, se desmoronan.