Desde mis primeros pasos en el mundo, mi padre me enseñó a amar la música de Beethoven y Mozart a través de aquellos discos de acetato que se hicieron legendarios en mi casa, de los que guardamos recuerdo de sus portadas, de quienes eran los grandes directores de orquesta de mediados del siglo pasado, como Toscanini, Bernstein, Mantovani, Kleiber y Furtwängler cuyas fotos aparecían en ellas. Todos, enormes leyendas de la dirección musical. La gran herencia europea que había sobrevivido a la gran guerra. Mis hermanos y yo disfrutamos siempre de lo que pudo ser una imposición en la familia, pero eso me valió mucho para entrar en el mundo de la comunicación, por esa herencia de amor hacia la música. Así llegué a la radio y luego a la televisión. Los primeros programas que hice trataban de música, clásica o boleros. Amo estos géneros y estando en el diseño de un programa sobre las actividades culturales del gobierno del Estado de México, que se transmitía en la televisión pública, propuse que hiciéramos una entrevista a Enrique Bátiz, entonces director de la Orquesta Sinfónica del Estado de México. El equipo reaccionó incómodo, y casi rechazando mi propuesta pues, ¿quién haría la entrevista? Todos respondieron negativamente porque conocíamos la fama que le corría a Bátiz por sus desplantes estuviera quien estuviera y fuera donde fuera, excepto yo que haría la entrevista con aquel director del que se decían muchas cosas negativas, se le acusaba con epítetos que no quiero recordar y que en alguna ocasión había parado la ejecución para echar de la sala de conciertos Felipe Villanueva de Toluca a la esposa de un afamado artista plástico que se encontraba en la primera fila y hacía ruidos comiendo palomitas; en años recientes protagonizó escándalos por acusaciones de abuso de algunas integrantes de la orquesta. Era odiado por muchos y era odioso por muchas razones.
En el medio periodístico había circulado la anécdota de que un periodista había sido avergonzado públicamente por Enrique cuando le devolvió la pregunta sobre si conocía la música de Beethoven y el joven evidenció su ignorancia. Hasta allí llegó la entrevista, de manera que nadie quería enfrentar semejante personaje cercano a un energúmeno pero, aunque sabía de sus desplantes, yo sí me planteé la oportunidad de conversar con él, con el cual nunca habría podido acercarme después de los conciertos de los viernes a los cuales asistí en muchas ocasiones.
Comencé por construir la oportunidad cuando me proporcionaron el teléfono de la oficina de la Sinfónica y llamé para solicitar una entrevista con el Maestro Bátiz. Su secretaria me pidió que le enviara un cuestionario de las preguntas que serían parte de la entrevista, y así lo hice. Con todo lo que yo conocía y amaba la música clásica le remití las preguntas en aquel aparato que era el fax. Unos días después recibí una llamada y al contestar fue grande mi sorpresa al escuchar al otro lado del auricular la voz de Enrique Bátiz que preguntaba por su servidora; no daba crédito a que él personalmente me llamara y lo que me dijo fue aún más sorprendente: “Me gustaron mucho sus preguntas: cuándo viene a hacerme la entrevista”. El cuestionario giraba sobre su vida y su relación con la música desde niño, sobre sus compositores favoritos y un poco sobre su vida personal y cotidiana. Inmediatamente aceptó que fuéramos con nuestro equipo de grabación a la Sala Felipe Villanueva donde haríamos la entrevista después del ensayo de la orquesta.
Lo encontré en su territorio de excelente humor y amable en todo momento; nos acomodamos en el centro donde se situaba el podio del director y después de recorrer su vida por el amor a la música desde niño, experiencia con la que se comparaba con Mozart pues había dado su primera presentación a los cinco años, Enrique Bátiz cargaba consigo un talento tan enorme como su ego. Esa personalidad era parte de sus claroscuros; una sensibilidad con la que se estrellaban todos y al mismo tiempo una pasión insoportable como le sucedía a todos los que topaban con él en la vida y especialmente las mujeres.
A grandes dones, grandes calamidades, acompañan casi siempre estas contradicciones y ojalá se puedan recordar sus cualidades porque seguramente las tuvo pues un talento florece con disciplina y por ello era odiado; sus exigencias eran altísimas por esto su orquesta estaba formada mayormente por extranjeros. Sin embargo, jamás me reclamó que yo había profanado su santuario introduciendo a Amparo Ochoa, a Banda Elástica y al grupo de jazz Astillero en conciertos que atrajeron a una audiencia que jamás había pisado la sala acústica que parecía patrimonio de Enrique Bátiz.
Hoy que se ha ido lo recuerdo con una experiencia que pocos tuvieron a su lado. En aquella entrevista que se prolongó por más de dos horas en las que reímos, habló de temas que parecían inabordables con él, de mujeres, del amor y de tequila, que de aquella grabación se editaron dos programas memorables de Televisión Mexiquense. Lo recuerdo tal vez como nadie tenga memoria de Enrique Bátiz un enamorado de la música clásica como pocos sobreviven hoy, una celosa disciplina que tal vez le agrió el carácter, pero con quien se podía hablar de Beethoven y Mozart, más allá de su obra, más allá de su vida. Así era su talento. Mas allá de su vida, está su obra, cientos de grabaciones, presentaciones, galardones y una herencia presente como baluarte de la cultura musical de México.