Ligia Urroz
Desde tiempos inmemoriales nuestros ancestros organizaron el paso del tiempo guiándose del movimiento de los astros: alzaron el mentón y miraron al cielo y sus estrellas, sus posiciones y desplazamientos. Nuestra medida más cotidiana es un día solar —lo que tarda la Tierra en dar una vuelta sobre su propio eje—, con su luz y oscuridad marca la vida y las costumbres de casi cualquier ser vivo. Siete días solares forman una semana y los romanos —avizorando de nuevo al firmamento— nombraron esos días en honor al Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. El mes sinódico ha sido el periodo astronómico más utilizado en los calendarios y se relaciona con la repetición de las fases de la Luna. (Sostengo una hipótesis personal: mi insomnio está estrechamente relacionado con la luna llena, cuando no puedo dormir, me levanto varias veces y ahí me percato que hay un inmenso faro natural que guía mis pasos para no tropezar o romperme la crisma contra alguna puerta o pared. Soy una especie de loba lunática y perdonen la divagación.) La siguiente medida de tiempo relevante es el año y se mide por el lapso en el que se repiten las estaciones —lo que tarda la Tierra en darle una vuelta completa al Sol.
Albert Einstein en su teoría de la relatividad postula que la localización de los sucesos físicos —en el tiempo y en el espacio— son relativos al estado del movimiento del observador, es decir, diferentes espectadores en desplazamiento relativo entre sí diferirán con respecto a dichos sucesos: no son absolutos. Mi traducción personal de la relatividad es la siguiente: en mi niñez los días duraban bastante más que en mi edad adulta. Hoy que envejezco —y soy una espectadora de la niña que fui— el tiempo se me escurre entre las manos, acontece a una velocidad inédita, se burla de mi asombro y no se compadece de mi espanto.
Arribamos al 31 de diciembre —último día del último mes de nuestro acostumbrado conteo— y esperamos el nacimiento del año cargándolo de voluntades estoicas y deseos añejos. Es una ocasión que, querámoslo o no, nos apremia a reflexionar si continuamos por el mismo camino o giramos nuestros talones —a veces desandar los pasos es temerario pero puede resultar una buena elección. Nos habita un revoltijo de dudas, un ímpetu por hacer cosas nuevas en la víspera de que suenen las doce campanadas y nos atragantemos las uvas. Ponderamos, ¿he malgastado mis soles? ¿pude haberlos aprovechado más? ¿tendré el valor de ajustar el timón en los días que me restan? ¿cómo quiero vivir mi Lado B?
Gabriel García Márquez escribió en su novela El amor en los tiempos del cólera que “la sabiduría nos llega cuando ya no sirve de nada” y me provoca desafiarlo paladeando cada nuevo roce, sorbo de vino, mirada y sonrisa cómplice. Tengo una dotación finita de minutos y debo elegir melodías, lecturas, uvas y, sobre todo, escoger acertadamente con quiénes comparto lo que me resta de ese precioso regalo llamado Tiempo.
Elijamos bien. Feliz vida.