Sabía de Papantla lo mismo que saben todos: de la vainilla para postres y pasteles y de los voladores que maravillan a propios y extraños con su intrepidez aunque pocos sepan cuales son las motivaciones y simbolismos implícitos en este ritual milenario dedicado a la fertilidad de la tierra regada por la danza circular de los Gua Guas en el palo más alto que pudieron encontrar en medio de esos parajes selváticos y después de largas búsquedas durante tanto tiempo; un símbolo fálico en medio del verdor permanente de esas tierras que enamoraron al conquistador hace más de 500 años y siguen atrayendo sus misterios.
La cultura totonaca, totonakú, como se pronuncia en algunos lugares más adentro de esta región comprendida en las fronteras con varios estados actuales como Puebla y Veracruz, apareció como protagonista de la historia occidental en las crónicas de quienes atestiguaron el arribo de los europeos a las pródigas costas de lo que es hoy el estado de Veracruz, bautizadas así desde que Cortés fundó aquel apócrifo ayuntamiento con el que legitimó su presencia y explayamiento como adelantado, para explorar y llevar a cabo sus ambiciones; dicen Bernal Díaz del Castillo, Cervantes de Salazar, De Olmos, que en su trayecto toparía más adelante con el famoso cacique Gordo, como llamaron al señor de Cempoala, Xicomecóatl o Siete serpientes por su significado en náhuatl, y no como un sobrenombre sino porque dado que eran poco entendibles aquellos idiomas desconocidos para los españoles, bautizaron así para distinguirlo y convertirlo en uno de sus primeros aliados quienes ya se cansaban de entregar tributos al imperio azteca al que temían por sus sacrificios humanos y los tenía sometidos como a muchos otros pueblos de Mesoamérica. Aquella primera alianza fue decisiva para los propósitos de conquista que se gestaba en el pensamiento del líder del contingente hispano, quien gozaba y disfrutaba de aquel paisaje cautivado por lo que se le ofrecía como la mayor oportunidad de su vida.
Si los totonakú habían descubierto la flor prodigiosa de la vainilla y la llamaron xanat, en náhuatl, tlilxochitl, esa orquídea fue para los europeos un gran descubrimiento, así como también que los naturales en esta parte del mundo consumían las flores, tanto sus aromas, que se desprenden de sus vainas, en atoles y bebidas deliciosas como el chocolate que desde entonces se aromatizaba con vainilla, o las ingerían en platillos como los colorines y flores de calabaza.
La gastronomía totonaca es hasta nuestros días una mesa en la que se destaca el tentador sabor del cerdo en todas sus formas conocidas adosado por la sazón de esas mujeres que aun cocinan en fogones. Porque el pueblo papanteco tiene siempre el ánimo de conservar la autenticidad de sus tradiciones como hacen los voladores de Papantla cuya audacia en su vuelo sigue admirando a propios y extraños, amén de hacerlo con el objetivo de promover la fertilidad; un pueblo siempre preocupado por la productividad de la tierra. Alimentar, nutrir, son los verbos que conjugamos en todos los tiempos y modos, al calor de los fogones siempre prestos para cocinar todas esas formas en que las cocineras totonacas conservan y preservan los sabores de salsas, estrujadas, moles, chamorro, atole morado e incontables delicias.
Del mismo modo se ha conservado la riqueza arqueológica de la región totonaca, gran parte de la cual permanece oculta al mundo, un lugar icónico como la pirámide del Tajín cuyos nichos dan cuenta del conocimiento y representación del tiempo en un lugar de privilegio climático, donde puede uno imaginar el juego de pelota cuya culminación significaba el honor del sacrificio; en el basamento piramidal, piedras y nichos se acomodaron bajo el dictado de un orden que ha persistido en el universo.
Ese universo es el mismo que pobló la inspiración y maestría de Teodoro Cano (1932-2019) demiurgo del color y la forma, discípulo de Diego Rivera, poseedor de una concepción venida del universo papanteco que devela frente al mundo, el mundo de Papantla, el tiempo de Papantla, atrapado en un cuadro, en una pintura, en un mural en el que las formas circulares de rostros, cuerpos y ojos son espejo de los que somos amantes de un tiempo circular que se fue pero está presente, en círculos infinitos, en la cultura, en la tradición, en el maíz, en el cacao, en la vainilla, en la orquídea, en el vuelo de los hombres, en el Gua Gua, en su vestido y yelmo inconfundibles, en sus colores que el sol de ese paralelo cincela con fuego y sonidos en lengua del pájaro pecho amarillo, circunstancia que dió su nombre en náhuatl: Papantla, lugar de pájaros ruidosos y que resultan incomprensibles para mí como la lengua totonakú que ha sobrevivido a más de 500 años que los contingentes totonacas acompañaron a Cortés hasta su encuentro con el uey tlatoani Moctezuma a las puertas de México-Tenochtitlan.
El tiempo de Papantla incluye sus museos, su zona arqueológica, su templo franciscano resguardado por el magnífico mural de Teodoro Cano sobre la cosmovisión totonaca, sus fuentes danzantes y un camino hacia el cielo tejido por mujeres que, como Penélope en su tiempo, esperan el retorno de Odiseo a casa. Hoy la cultura totonakú está tan viva como antes de los 500 años de dominio de occidente. Es un hecho comprobable que las culturas en su encuentro con otras se enriquecen e influencian sean dominadas o no. El uso del idioma totonaco como una lengua franca en este espacio en el que el visitante tiene contacto inmediato con ella en la señalética urbana es la muestra de la resistencia de esta cultura y lo celebro como este descubrimiento, este encuentro y oportunidad de conocer uno de los lugares icónicos de México con toda la armonía que puede respirarse todavía en este tiempo de Kachikin, Papantla en totonakú.