En la primera elección de Donal Trump, escribí un ensayo intitulado “La sombra perversa de Calígula” que ahora reproduzco por considerar que tiene plena vigencia, a reserva de ocuparme posteriormente de su segunda estancia en la Casa Blanca:
En el otoño de 1996 la editora Tina Brown, de The New Yorker, le pidió al reportero Marc Singer un perfil de Donald Trump. “Te fascinará”, le dice a Singer, y éste asumió el riesgo. Leyó libros supuestamente escritos por el magnate, quien por ser ágrafo había encomendado a escritores fantasma exaltar su figura. El reportero intenta discernir a la persona en el personaje. Le pregunta trivialidades y luego lo sorprende inquiriendo sobre quien sería su compañía ideal: “Un buen culo”, responde el finísimo entrevistado. Y ¿qué le interesa? “Lujo, súper lujo, súper súper lujo”. Singer se decepciona: es un hombre sin vida interior, una caricatura de una caricatura. Es obvio que, cuando publica el artículo la percepción del periodista no le gustará al ególatra. Trump escribe una carta desdeñosa: “Singer es un perdedor sin talento”; éste le agradece el cumplido enviándole un cheque por 37.82 dólares que el magnate, avariento, por supuesto cobrará.
Meses después Singer vuelve a la carga, sólo para confirmar el narcisismo trepidante de Trump cuyo parloteo se desborda en la autoalabanza: él es fantástico, asombroso, increíble. Su vida es genial. Pero todo es apariencia, superficialidad y engaño; la llamada Trump Tower de cincuenta y dos pisos es sólo en mínima parte suya: el penthouse, algunas acciones del restaurante y el estacionamiento. Con esa apariencia de gran señor, seduce; saluda a los de abajo y corre a lavarse las manos. Acumula bienes pero siempre al borde de la bancarrota que logra librar con nuevos préstamos, asesorados por abogados expertos en el manejo de la insolvencia. Sin embargo sus endeudamientos multimillonarios lo estimulan, lo narcotizan, paradójicamente le producen un efecto tranquilizador; y sale adelante: es un artista de la negociación. Vende su imagen. Es un show: su avión con grifos dorados, el yate, sus casinos, el mismo penthouse, recamando de granito y detalles en color oro: todo un culto a la elegancia fallida, al Kitsch, imitación grotesca de un estilo decorativo de tiempos idos que bien se encuadra con su pasión por el box, los concursos de belleza, las ridículas aventuras cinematográficas de Jean-Claude Van Damme. Trump es un ícono de vulgaridad opulenta.
Pero el plutócrata no se conforma con eso. Aspira a ser el mandamás político del imperio. Y Singer escribe: “El hecho de carecer de una creencia esencial, una filosofía política descriptible, siquiera una mínima curiosidad sobre aspectos prácticos de la gobernanza y la política, resulta irrelevante y, por lo visto, no pesó en su decisión”. Era como una broma, pero no. Su retórica elemental prende: “Hacer que América vuelva a ser grande”. América pura, blanca. Y elige a sus enemigos para agitar las emociones: mexicanos, musulmanes, negros, chinos. Gente blanca sin educación, enferma de odio, celebra su propuesta de limpieza étnica. Trump, dice Singer, “descubre el yacimiento satírico más grande del mundo…” El fanfarrón que practica el arte de decir nada monta su “espectáculo de feria”; como Hitler, arrastra en su delirio a blancos resentidos sin esperanza. Atrae a esos parias: construiremos un muro para retener a los inmigrantes; reta al mundo entero, promete destruir al Estado Islámico; “aplastaré a esos putos”.
A despecho de ser hijo de madre escocesa, jura poner fin a la tolerancia y aceptación de extranjeros recién llegados. Y gana en una contienda democrática, extraña para nosotros. Anacrónica sin duda, en la que no cuenta el voto directo. Trump está listo para gobernar, plenamente dispuesto a cumplir sus amenazas; se apoya en los republicanos más conservadores, los extremistas, los que mejor encarnan los prejuicios de un país de tradición racista, aquellos que pueden acompañarle en este periplo enloquecido y suicida.
Muchos creen que moderará su discurso y sus políticas públicas. Pero sus señales son otras “El vendedor de humo”, como lo nombra Singer, agravará la decadencia del imperio. Enfrentará resistencias y no en el Congreso, sino entre los propios empresarios estadounidenses favorecidos por el TLC, entre los empresarios agrícolas que necesitan brazos fuertes y baratos, amén de los inmigrantes que morirán en su lucha por permanecer en ese falso paraíso. Es decir, el errático demagogo tropezará con los suyos, con sus intereses que están por encima del discurso de un improvisado, ignorante del terreno que pisa. Sus amadísimos desempleados pronto sufrirán el desengaño. Pronto también – y esa será su tragedia- odiarán sus mentiras, su volubilidad. Tal será la única esperanza para nuestros paisanos y para este país que ha puesto a temblar.