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El terror atómico

Hiroshima: terror atómico

por Redacción
7 agosto, 2020
en aQROpolis
El terror atómico

EL PROYECTO MANHATTAN, un secreto bien guardado durante meses que se convirtieron en años, excepto de físicos, matemáticos e ingenieros, aquellos científicos europeos que habían emigrado a Estados Unidos antes o durante la guerra; los demás, y hasta sus familias, ignoraban qué estaban haciendo y para qué, sólo las mentes de donde había salido la idea, estaban enterados de las intenciones del gobierno que pagaba muy bien todo lo que ellos sabían. Foto: efe

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DIANA BAILLERES/ESPECIAL

Los Álamos en el bello estado de New Mexico, es actualmen­te el asiento del Laboratorio de Investigación Nacional de Es­tados Unidos. Es una pequeña ciudad moderna donde habitan solamente quienes trabajan en esa institución y todas las que se relacionan con sus actividades, ahora ampliadas por la investi­gación biomédica y otros proyec­tos como la nanotecnología y la terapia nuclear.

Un día estuve allí. Por la ma­ñana habíamos partido de San­ta Fe. El viaje hasta Los Álamos fue un trayecto entre montañas boscosas donde aún habitan en libertad osos grizzli. Uno de esos paisajes en los que la fauna se aproxima en demasía al hábi­tat humano. Pasamos parte del día recorriendo el museo dedi­cado al Proyecto Manhattan con el cual, el presidente Roosevelt, dio el banderazo en 1942 para la construcción y pruebas de la bomba atómica, en un acto re­vanchista por el ataque a Pearl Harbor, con el que Japón obli­gó a Estados Unidos a entrar a la segunda guerra mundial. To­davía se discute en la Historia si el bombardeo atómico fue nece­sario después de la rendición de parte del eje Roma-Berlín-Tokio en abril de 1945.

Actualmente, por lo menos cuando paseé por sus calles, ha­ce unos siete años, uno de nues­tros anfitriones no dejó escapar la oportunidad de comentarnos que el nivel de vida de los habi­tantes de Los Álamos es el más alto de Estados Unidos y es decir muy alto en relación con lo que sabemos del producto per cápi­ta de otras poblaciones. Conside­rando los altos salarios, de quie­nes laboran en el LANL, cuyas certificaciones son para doctores en física, óptica, médicos, biólo­gos, químicos e ingenieros, sus salarios oscilan entre 300 y 400 mil dólares anuales.

Este nivel es visible en Los Álamos porque la gente que transita por sus calles conduce autos nuevos, acharolados, las mujeres elegantemente vesti­das compran helados a sus hi­jos, acompañadas de niñeras o nanas, mientras otras toman café en ¨Starbucks” como si del Café de la Paix frente a la Ópe­ra de París, se tratara. Escenas que no son propiamente el esti­lo del norteamericano de cual­quier parte de ese país multicul­tural por excelencia y en el cual, la atmósfera que se respira es ca­pital trabajo y una burguesía flo­reciente. Son las esposas e hijos de los científicos que hacen in­vestigaciones en este centro cu­yos objetivos no han cambiado mucho desde que se construye­ron las bombas más letales en la historia de la humanidad.

En la información que des­pliega el museo, ante un mural de fotos de la gente que se en­contraba en Los Álamos duran­te los años del proyecto Man­hattan, supe que nadie, de quie­nes trabajaban en el proyecto sabían para qué era todo aque­llo. A Los Álamos se traslada­ron a vivir 6000 científicos con sus familias. Entre ellos se conta­ban Premios Nobel como Enrico Fermi, Niels Bohr y Hans Bethe. En laboratorios y plantas de pro­ducción repartidos por todo el país trabajaron más de 125 000 personas. Sólo los altos mandos del proyecto sabían los objeti­vos: construir un arma de des­trucción basada en la fisión del átomo y esa fórmula de Einstein mundialmente conocida sobre la energía: ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.

De un modo muy simple sin­tetizo los informes militares de los ingenieros y físicos del Dis­trito Manhattan que dicen a la letra: en una explosión atómica, la energía no sólo se libera por el ordenamiento de la identidad de los átomos sino que se cambia la identidad de los átomos. Una fracción de masa de uranio235 o plutonio se transforma en ener­gía multiplicada por la veloci­dad de la luz, lo que se traduce en una elevación de la temperatura a 200 millones de libras de agua hirviente a 212 grados F. Una bomba atómica genera también una onda de alta presión que cau­sa mayor daño en edificios y otras estructuras. Otro daño y el más temido es la emisión de grandes cantidades de radiación por las ondas más cortas de luz de rayos gamma originado por tempera­turas extremadamente altas, que equivale a una exposición excesi­va de rayos X.

El Proyecto Manhattan, un secreto bien guardado duran­te meses que se convirtieron en años, excepto de físicos, mate­máticos e ingenieros, aquellos científicos europeos que habían emigrado a Estados Unidos an­tes o durante la guerra; los de­más, y hasta sus familias, ignora­ban qué estaban haciendo y pa­ra qué, sólo las mentes de donde había salido la idea, estaban en­terados de las intenciones del go­bierno que pagaba muy bien to­do lo que ellos sabían. Al mismo tiempo no imaginaron los efec­tos de Little Boy como se bautizó al artefacto y del Fat Man, nom­bre de la bomba que se lanzaría sobre Nagasaki tres días después de Hiroshima.

Todos los informes e historia oficiales hablan del poder des­tructivo de Little Boy. Poco sa­bemos del efecto sobre la gente en su mayoría civiles. Hiroshi­ma y Nagasaki eran ciudades de más de 200 mil habitantes de las cuales quedó aproximadamente la mitad. Ambas ciudades próxi­mas al mar en el suroeste del ar­chipiélago japonés, con diferen­te topografía, cualidades que influyeron en la forma en que se desplazó la explosión. Hiroshi­ma más plana. la explosión en el centro de la ciudad la dejó prác­ticamente abierta.

Nagasaki una ciudad con montañas cercanas propicia­ron que el calor se alojara y en­cerrara produciendo mayor efec­to sobre la población. Hiroshima no había sido fuertemente bom­bardeada antes, así que la pobla­ción el 6 de agosto a las 8:15 de la mañana estaba en sus activida­des habituales. Las alarmas ha­bían sonado varias veces en am­bas ciudades sin que el esperado bombardeo se diera; Nagasaki era un blanco más preciado, allí se ubicaba la planta Mitsubishi de armamento. Uno de los cam­pos de concentración de traba­jo de los prisioneros le servía de escudo ante un eventual ataque. Fotos testimonian la destrucción del edificio de la fábrica el 9 de agosto a las 11:01 tiempo en que la bomba de plutonio, lanzada en un paracaídas estalló a 600 me­tros del suelo.

John Hersey, periodista de The New Yorker se trasladó a Ja­pón donde recolectó la experien­cia de seis hibakushas –sobrevi­viente en japonés- después de la explosión. Un reportaje ya clási­co, Hiroshima, expone las narra­ciones vívidas de quienes dieron voz al recuerdo de lo sucedido aquella mañana del 6 de agosto y después. La supervivencia en­tre los escombros, las quemadu­ras por las ráfagas de fuego, la os­curidad y los efectos sin explica­ción de la aparición de síntomas como vómitos, diarrea, manchas rojas en la piel y caída del cabe­llo en grandes mechones. Nadie había padecido hasta entonces una radiotoxemia de esa magni­tud, unos cuantos podían saber de qué se trataba, acaso los físi­cos japoneses.

Los testimoniales abarcan las horas en que la gente acababa de ser deslumbrada por una luz co­mo de mil flashes y después arra­sada por ráfagas de viento y fue­go los habían atropellado donde se encontraban, en Hiroshima a las 8:15, en Nagasaki a las 11 de la mañana; después una gran co­lumna de humo se había levanta­do y sus partículas comenzaron a caer convirtiendo el día en os­curidad. Las conversaciones no mencionan el dolor de quema­duras de tercer grado las cuales dejaron en sus cuerpos queloi­des que muchos nunca se ope­raron. El mismo día de las explo­siones los japoneses sabían que algo raro había en aquel bombar­deo que tenía un hedor extraño.

A los pocos días los hibakus­has, que parecían no tener he­ridas en el cuerpo empezaron a perder el cabello por mecho­nes, la incidencia de leucemia era más alta de lo normal: entre 10 y 50 veces más en quienes habían estado expuestos a la bomba a menos de un kilómetro del hi­pocentro y las quemaduras deja­ron queloides, esas rugosidades o tumores verrugosos en la piel. En las primeras horas posterio­res al evento, los hospitales se lle­naron de gente con quemaduras de tercer grado en más del 70% del cuerpo. Algunos pedían au­xilio desde los escombros y otros caminaban entre los incendios y el suelo caliente hacia los hospi­tales o buscando a sus allegados.

Uno de los descubrimientos más terribles fue que los niños que se encontraban en el vien­tre de su madre, en el momento de la explosión, nacían con cabe­zas más pequeñas de lo normal. Hasta finales de los años sesenta los análisis demostraron las abe­rraciones encontradas en el cro­mosoma de los hibakushas. Ha­bía otras enfermedades por con­tacto con la bomba, como varios tipos de anemia, problemas se­xuales, mal funcionamiento del hígado, desórdenes endocrino­lógicos, envejecimiento acelera­do, debilidad crónica, los hom­bres quedaron estériles, las mu­jeres sufrieron abortos y dejaron de menstruar.

Hasta el día siguiente de la ex­plosión, los científicos japoneses empezaron a hacer mediciones sobre lo que sospechaban eran las radiaciones de una explosión. La gente en medio de sus dolores y pérdidas aún creía que había si­do un bombardeo de TNT un po­co más fuerte; no sospechaba que se trataba de una bomba atómica; 16 horas después el presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman lo notificó a través de la radio.

Entre los hibakushas dispues­tos a hablar encontró médicos, viudas y a los jesuitas que prote­gieron a los mayores de la orden de un noviciado a dos kilómetros del centro de la explosión, fami­lias que se refugiaron en aque­lla misión. Destaca un sacerdo­te alemán Wilhelm Kleinsorge quien adoptó al Japón como su segunda patria y es testimonio vi­vo de los efectos de la radiotoxe­mia ya que en su larga vida que culmina en septiembre de 1977, el sacerdote nunca recuperó to­talmente su vigor y salud y de ma­nera intermitente retornaba a la hospitalización para recuperar­se a través de dietas y vitaminas de la pérdida de glóbulos blancos, efecto de la radiación.

Otro hibakusha como el doc­tor Terufumi Sasaki aprovechó muy bien las ventajas financieras que los bancos daban para inver­tir después de la guerra y obtuvo un préstamo con el que constru­yó una clínica y la fue amplian­do durante años con lo cual se ca­pitalizó y convirtió a su familia en herederos de una fortuna. El doctor Fujii después de recupe­rarse de sus heridas, colgó un le­trero en inglés en su consulto­rio y atendía a miembros de las fuerzas de ocupación con quie­nes practicaba el inglés y com­partía el whisky

Etiquetas: Estados UnidosLaboratorionanotecnologíaNew Mexicoterapia nuclear

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