Capítulo I
El Niño Fernando
Fernando Guillermo Sánchez del Villar Duque de las Casas es su nombre completo, resultado de la estirpe propia y de la que, a lo largo de la vida de sus antepasados, se construía con cada generación, niño nacido en Querétaro diez años después de la consumación de la Independencia, en tiempos difíciles para las familias, para los gobernantes.
¡Siempre se consideró de estas tierras!
La familia tenía una peculiaridad a distinguir, no eran comerciantes que vivieran de sus productos, tampoco pareciera que sus obrajes —de nueva adquisición— le dieran un aire de bonanza, de ninguna manera ser prestamistas comunes, no les daría ¡lo que a leguas se distingue!
Ellos prestan monedas de oro, no unas cuantas, ¡miles de ellas! de manera sigilosa por supuesto.
¿Existe un general que desee oro para subsistencia de sus ejércitos? Ahí entra la familia Duque de las Casas ¡De manera elegante platica a los interesados! Y es que pareciera que a este mundo nuevo convulsionado —posterior a los movimientos insurgentes— les hiciera falta el metal preciado y dorado ¡El mismo por el que se derrumban imperios y se construyen naciones!
Nuevos mandatarios lo piden, otros —los más necesitados— ¡Lo exigen! al precio que sea ¡Al interés que fuera! Cegados por la ambición. Todo esto, bajo la fachada de haciendas agrícolas y ganaderas, obrajes y talleres de oficios; creyendo las personas que, del arduo trabajo ¡Se obtiene todo!
Siendo el primer varón de seis hijos, Fernando era el más hábil, más ágil — así le mira su orgulloso padre— es propenso a seguir con la causa de la familia, don Fernando Guillermo padre, hombre fuerte, ¡Quien goza de las mujeres y del postín! con inusitada desfachatez.
Esta familia se sabe segura de su ingreso, ¡Financiar una guerra es negocio! pero cuidado al deudor, si no llegaras a solventar el préstamo, te cuesta ¡la vida misma!
Cuando por primera vez don Fernando Guillermo, le explicaba a detalle a su hijo Fernando, una vez sus primeras lecciones del cómo llevar a cabo estas negociaciones, trató de ser cauto y explícito de lo que vendría:
—¡Décadas, casi un siglo llevamos como familia haciendo esto hijo! — La cara de asombro del joven excedía.
—¿Cómo ha sido padre? ¿Quién se interesa en estos préstamos? Me parece extraordinario lo que me decís, me asombra.
—La vida es un precoz instante, la ambición es la puerta de todos los desatinos en los negocios, en este tan singular, es de vital importancia, con tener a personas involucradas en varios niveles de la comunidad, de las cortes, clérigos y gobernadores, todos desean brillar, pero solo el astuto lo logra.
Cuando platicaba le acercaba a Fernando libros y cuentas de deudores que ya en años habían sido posible contactarles algunas familias de descendientes con cuentas pendientes.
¡Iturbide! ¡Washington! ¡Hidalgo! Por mencionar algunos.
—¡Aliados, amigos y socios! ¡hijo! no te imaginas la necesidad de contar con el oro para los ejércitos, los movimientos armados, revoluciones comienzan con las ideologías, pero, si no hay oro para la comida, los caballos, armas y para negociar ¡No prosperan! Somos nosotros quienes les damos la fuerza, el valor y el arrojo, porque si ellos ganan, tendrán que pagar el interés acumulado, pero si pierden, deberán entregar algo a cambio ¡Un bien! ¡Una propiedad ancestral! ¡Una Nación! todo por el préstamo de oro… ¡No hemos perdido nunca!… ¡Jamás!
Esta familia han vivido por años en la calle de Los Cinco Señores, una colosal casa, de grandes portones y caballerizas, fuentes y sistemas hídricos, que rellenaban las piletas de agua —¡El agua es parte importante del negocio del oro! — continuaba comentando a su hijo Fernando. Un sistema de ingeniería intrincado y funcional, hecho con la física e hidráulica, permitía que todo el día —¡Por donde se viera! hubiera la cristalina agua, jugueteando por las fuentes y las cocinas.
¡Eso parece de primera ilusión!
Al poner mayor atención, se llegan a escuchar grandes cantidades de agua —como rugidos de un canal— es como si se movieran muros o se escuchaban los andares de varias personas. En ocasiones se sentían movimientos como de compuertas y de bloques de tamaños descomunales. Cuando niño, recordaba Fernando, gozaba de tapar unos tubos de la fuente —para que el chorro de agua saliera de más fuerza por la cocina— y espantar al personal, que corría al tubo de barro principal, para ver si no se había roto.
¡No solo las cocineras corren! Sospechosamente también personas vestidas todas de un negro marrón guinda.
Cuando niño, Fernando gozaba de tapar unos tubos de la fuente con el papel para hacer madurar los vegetales, para que el chorro de agua saliera con más fuerza por la cocina y espantar al personal, que corría al tubo de barro principal, para ver si no se había roto.
Al descubrir sus travesuras ¡Corren tras de él! Para reprenderle ¡No le alcanzaban! Corría despavorido hacia la huerta del convento de San Francisco —que le quedaba a unos cuantos pasos— llegando se trepaba por la barda con gran agilidad, se subía a un pirulo que había en el centro del patio y esperaba atento que los perseguidores no le vieran — así evitar le dijeran a su padre, de lo contrario ¡sería una noche larga de regaños! —.
¡Grandes troncos y ramas le soportaban! y a la vez, le columpiaban, podía pasar la noche ahí y nadie se daría cuenta, le encantaba esa construcción, tan grande y a la vez, tan abandonada. En ocasiones que caminaba por la tarde en aquel conjunto arquitectónico podía regocijarse entre un patio y otro, la enfermería, el cuarto de comedor, la capilla, el templo y recorrer todo el cuerpo del convento y no ver a nadie. Le llamaba mucho la atención, que había un cuarto donde hacía mucho frío ¡bastante por cierto!
—¡Extraño! afuera calor y por dentro ¡más frío! — pensaba.
¡No se lo explicaba! hacia el esfuerzo de preguntar a las personas de la cocina de su casa lo que veía con los frailes, solo le comentaban que no estorbara… —¡Pero deseo saber! — increpaba —¡Quítate y vete a jugar! — le resolvían.
Así, viendo el aire como mueve las hojas de los árboles, los pájaros cuando llegan y hacen su nido, o simplemente ver el movimiento de las sombras, podía pasar horas dentro del convento, y cuando sabía que los dos únicos frailes que lo habitaban ya se iban a dormir, tramaba la travesura del día.
¡Una vez se le ocurrió ir detrás de uno de los frailes! —no perdía nada— El fraile un anciano de ojos lindos y caídos, de tez blanca y arrugada —como las sábanas pensaba, que olía a suaves fragancias y que dejaba su esencia cuando caminabas cerca de él— con cuidado apagaba cada vela de cada cuarto— de todo el conjunto franciscano— que en verdad era extenso ¡con una parsimonia de santo! Cuando ya estaba a punto de terminar, al voltear, el Niño Fernando ¡Ya le había prendido otra vez todas! regresaba refunfuñando, diciendo algunos improperios, no dóciles.
Luego regresaba el chiquillo y a risas ¡Corría de nuevo hacia su casa! Habrá que decirlo a Fernando le encantaban las frutas que tenían en las huertas de este lugar ¡Árboles de troncos fuertes y verdes hojas! Membrillos, duraznos, guayabas, mandarinas, limones agrios, un sinfín de frutas de temporada, que los frailes cuidaban, cortaban, y luego vendían afuera, en ocasiones las regalaban.
¡Una muralla gruesa de remates de cantera violeta corona el conjunto arquitectónico de San Francisco! inmensa fortaleza, quererle dar la vuelta no alcanzaba en pocos pasos, además de las líneas y lo sólido de la construcción, lo reluciente de sus paredes blancas, delataban a los que subían las bardas.
¡Fernando niño era un ávido conocedor de todo el terreno!¡Se reúne con varios pequeños de por su casa!
Sebastián Torres, un chiquillo hijo de los dueños de las fábricas de puros, Juan José Guadalupe Pozo, hijo de un doctor prominente de la ciudad y una chiquilla, María Góngora, de ilustre familia novohispana.
Esta cuadra de chiquillos ¡Eran el tormento de la ciudad! al menos de las casas cercanas ¡Unos iban a las casas de los otros! —así se estila—.
Por costumbre de estas tierras a las cuatro treinta de la tarde, las personas sin excepción, desde sus portones de las casas, sacaban sillas de bejuco para admirar la puesta del sol, unas individuales, otras de par ¡y no faltan las de mecer! de caoba y cedro, entretejidas con el carrizo, con tallas elegantes de formas continuas —ebanistas de calidad construyen estos muebles— se veían por todas las calles, las personas tomando el fresco, saludándose unos con otros —¿Cómo le fue hoy General? —decían unos —¡Muy bien doña Luz! — contestaban. Así las tardes hasta que se metía el sol ¡Se prendían las farolas una por una! y al grito de:
—¡Las ocho y sereno! — todos entraban a sus casas, cerraban con grandes aldabones los portones de las casas señoriales, la aldaba de perico, atrancaban la puerta grande de madera con un polín, y se disponían a cenar. De las casas los candelabros del techo se hacen bajar, para prender todas las velas posibles, luego se volvían a subir, si la ocasión ameritaba una cena lujosa, se prenden todas, si era diario, solo unas cuantas.
Los grandes techos de vigas están cubiertos con un cielo blanco de cal con tela, para evitar que se vean las tejas, que ya habían sido preparadas para evitar la polilla y que no cayera polvo de las tejas del techo a la comida. ¡Los niños se iban a cenar al comedor! Elegantes mesas de caoba, grandes comedores construidos dentro del cuarto mismo, para que nadie los pudiera sacar, lo mismo la sillería y los adornos, trinchadores de caoba dan juego al comedor, con elegantes cristales biselados y líneas doradas detrás de cada uno de ellos ¡hay grandes espejos! para que se multipliquen infinitamente la cristalería y la porcelana.
Las paredes del comedor están adornadas con pinturas al óleo con motivos de bodegones, paisajes, algunos vinos y viñedos ¡Ahí cenaba el travieso Fernando! un vaso de leche fresca, unos frijoles con salsa roja, pan, y sal ¡qué manjar! Luego partía a asearse, un baño completo en las tinas de la casa, secarse, ¡siempre había quien le ayudara! Ponerse su franela, caminar a despedirse de su Padre —quien llevaba todo el día fumando— luego a su madre —cuidando a las bebés—.
Tomaba hacia su cuarto, caminaba a su cama, una grande y ancha, de cobijas bien dobladas, que remataban con un blanco puro, sin manchas, oliendo a manzanas, se acostaba, apagaba su vela, y soñaba con aventuras de piratas y soldados.
A poco tiempo este pequeño terruño de canteras y hierros en sus ventanas, será testigo de una sangrienta búsqueda de aquel oro, que ya es leyenda, dicen, se guarda entre pasadizos que están situadas por debajo de sus calles, ductos que conectan casas de religiosos con bóvedas que resguardan el precioso metal a pronto de descubrirse.
Continuará…