Capitulo V
Recuperar lo robado.
Casona de los Duque de las Casas.
Velorio de Doña Andrea.
Por la cabeza llena de sufrimiento de María Lorenda Duque de las Casas pasan las imágenes de cuando niña su madre -Doña Andrea ahora fallecida y tendida en su sala de la gran casona, rodeada de cirios y aquellas cortinillas de color púrpura que a sazón utilizan – hacia de todo para que no supieran montar a caballo ¡Obsesión perpetua de Don Fernando! que al no tener hijo varón mostró las habilidades de cualquier mancebo a sus hijas, sin excepción, dejando claro que en algún momento de sus vidas les serían de utilidad.
El velorio de Doña Andrea mostraba lo que sucedía en la ciudad de violáceos atardeceres ¡Soledad total! No hay personas en las calles, las pocas que aún sobreviven al sitio – que espera la fecha de la decisión de la sentencia trágica del joven príncipe invasor- se quedan en sus casas escondidas y resguardadas de los acontecimientos. El ejército del Norte permanece por completo dentro y fuera de la pequeña ciudad, de ruidodos arcos que llevan en sus canales ¡Caudaloso frenesí del cristalino manjar! De la cual se sirve el mendigo, como el influyente.
El ejército del Norte alienta a los serenos que una vez termine el espectáculo de los atardeceres multicolores, recién se ponga el astro rey, se da el llamado de cierre de casas y de aquellos pequeños comercios que ofrecen sus viandas al mejor postor – el trueque es la mejor manera de hacerse de las cosas, los acaudalados cambian ropa y joyas por comida, los menos afortunados ofertan mano de trabajo a cambio de mendrugos – la ciudad se vuelve una fantasmagórica escena de neblinas y arrebolados espectros ¡Helando la sangre de cualquiera que se abstenga de ser valeroso ante la interrupción de su camino! Los templos de las cofradías religiosas están cerrados ¡Ya son un largo tiempo! En el total abandono ¡No existen frailes o hermanas religiosas dentro de ellos! Los pocos que se miran mendigan su razón de vida por las calles buscando refugio en los escalones o en las arcadas de sus anteriores propias casas. A pesar de todo lo sufrible de la ciudad las cantinas y expendios de pulque están abiertos ¡No puede faltar la ignominia a esta ciudad! El principal respetable son los soldados y mandos del ejército del Norte y por supuesto, sin faltar ¡El propio general Mariano Escobedo!
-¡Ah sin falta viandero! Que se sirvan los tragos para este día ¿Qué acaso mis simples monedas no se hacen respetar en este tugurio de mala monta? ¡Anda servirles a todos! Que por esta infame ocasión os otorgo el grado de invitados del general, el propio que ha vencido a los invasores y ha hecho con estas tierras ¡Una República!
Los aplausos del concurrente no se hicieron esperar ¡Vítores y glorias se alzan en el tenor de la musica del pianista! De la tropa que se ensalza de tomar junto a su general.
-¡Anda viandero arrima unas mujeres para el vendabal de esta noche! Yo las pago de preciso y las mantengo de ocasión ¡Anda perro no tardes! – continuaba invitando el general.
El viandero de apellidos Padilla de los Leones – de insigne cuna pero venido a menos, del propio norte de la región, corerráneo del general- trataba de hacerse escuchar dentro de la algarabía de la noticia ¡Pero le era de imposible destacar!
-¡General! Mi general, que de mucho aprecio su benevolencia ¡Estamos para servirle mi excelencia!
-¡No me digas así! – ¡Encolerizado el general sacó su espada y la colocó en el mentón del viandero! – No te quieras pasar de listo conmigo ¡Sé que así la ciudad entera le llamaba al príncipe europeo! No lo tolero.
-¡Perdonadme mi señor! Es costumbre solamente.
Le soltó de la solapa y guardó su espada ¡Dándole un empeñón para que no olvidara la advertencia! Luego el viandero se volvió a acercar, ahora con gran respeto, le solicitó:
-¡Mi señor! Es solo de simple formalidad… -tragó saliva- pero… ¿Quién me dará las monedas para lograr conseguir las mujeres? Y si en paso me logrará dar alguna garantía de lo que están tomando todos -continuaba cuidadoso de sus palabras- ¡No vaya usted a creer que un servidor no confía en su merced!
-¿Y sí confiaís en mi barrero? – levantando su ceja el general le preguntó, con una mirada amenazante.
-¿Qué si confío? Por Dios Nuestro Señor que todo lo ve ¡Le aseguro que sí!
-¡Anda pues ve por ellas y cuando vuelvas te daré las monedas!
-¡Pero mi señor! La madrona de las mujeres seguro querrá algo a cambio ¡No me será sencillo traerlas! Si su merced ofrece aunque sea unas monedas de oro ¡Lo apreciaré!
El general con el ceño fruncido tomó de entre sus ropas un costal de finos encajes y doradas caligrafías, urgó dentro de él y sacó cuatro monedas de oro ¡Sin cara ocruz! Solamente el filete de las orillas. Extendió la mano y se las entregó a viandero.
-¿Basta con esto villano? Tómalo como simple adelanto, si me traes a las mujeres hermosas de la ciudad, a las acaudaladas, las de renombre, aquellas de apellidos peninsulares y grandes fortunas para departirlas entre mis soldados y yo ¡Te llenaré las botas de estas monedas! Anda perro ¡Traedlas!
-¡Sabe mi señor que eso es imposible! ¿Cómo podría un simple comerciante de vinos como yo hacedme de una dama de alcurnia? No está a mi alcance.
-¡Largate a conseguirme a las mujeres con tu comadrona! Y que te ayuden amigos tuyos para mi segundo cometido.
¡Nuevamente le tiró de un empeñón! Y el viandero salió despavorido ¡Buscando el cometido! El general Mariano Escobedo se alzó con la voz y a todos los presentes les dijo:
-¡Escuchad mis soldados! La promesa que todos escucharon al barrista está abierta ¡Las botas llenas de oro a quien me traiga viva a cualquiera de las mujeres en edad de merecer de la ciudad! Se de buena mano que aún se esconden en sus casonas y en lo que llaman ellos sus pasadizos ¡Traedlas y cumpliré la apuesta! ¡Arriba sus copas mis soldados!
¡Todos gritaron los vítores y seguían bebiendo!
Casona de los Duque de las Casas. Velorio de Doña Andrea.
María Lorenda trata de todos los modos posibles hacerse de un tiempo para platicar con su padre Don Fernando, que en la alocada noticia de la muerte de su amada esposa, ha perdido la razón ¡Cree que a quien están velando es su propia madre! Lo mantiene lejano de lo que sucede alrededor de las jóvenes de la casa, de los negocios y del futuro que les espera ¡Los hombres fieles que quedaron del ataque en el convento de los agustinos están en cuidado de las jóvenes! Algunos más -los que custodian los pasadizos y la gran casona, así como las haciendas y los pequeños negocios de expendio carne, prósperos ultimamente- se han acercado para evitar cualquier sorpresa del ejército del Norte, principales sospechosos del ataque en donde hubo bajas considerables y en donde perdió la vida Doña Andrea misma.
-¡Padre volved por piedad! ¿Me reconoces? Soy María Lorenda ¡Anda observa bien! Soy tu hija.
-¿Pero cómo a razón me das de ser mi hija? Mi hermana serás tal vez, Loricia de los Dolores ¿Soís vos verdad? ¡Hermana bienvenida! Anda, acércate a mamá para que te vea por última vez.
La hija comprendió que su padre había sido afectado ¡Por más allá de lo pensado! Era de esperarse ¡Se amaban entre ellos! Vivían uno al tanto del otro ¡Cualquiera se volvería loco de tal razón! También comprendió la joven que esa condición igual y duraba solo lo necesario de unos cuantos meses, así que debía de pensar ¿Qué hacer para encontrar la otra parte de lo robado? ¿Hacía dónde se dirigió el oro que estaba con los agustinos? En aquellas grandes celdas abandonadas ya hacía tiempo ¡Tendría que ir arriesgando su propia vida para buscar algún indicio!
Un pequeño personaje se acercó al velorio ¡No esperaban a nadie! Un andrajoso chaparro de barba cerrada y grandes ojos trataba de reconocer a alguien -solo los sirvientes de la casa y las niñas hermanas de María Lorenda, junto con los pocos hombres de confianza de la familia ¡Acompañan al cuerpo de Doña Andrea! – se acercó a quien vio cerca y con una mano le indicaron hacia María Lorenda.
-¿Qué buscaís aquí? -le enfrentó la joven.
-¡Quiero que vea esto!
Le mostró las monedas que reciente le había dado el general Escobedo en su cantina.
-¿De dónde las obtuviste? -sorprendida le preguntó.
-¡Del propio general del ejército del Norte! Quien me las ha dado por favores de mujerzuelas, las he reconocido son con las que tu propio padre nos ha hecho el favor de dar, conozco este metal desde hace años y toda la ciudad les reconocería ¡Aún hasta el fin del mundo!
-¿Él sigue ahí?
-¡Sí señorita!
– Él te ha mandado por mujerzuelas ¿Es lo correcto?
-Señorita hay algo más – apenado el viandero trataba de decirle, pero la vergüenza le traicionaba – el propio general ha dicho que si le llevo a alguna de las mujeres casaderas de alcurnia de las familias de aquí ¡Llenaría mis botas de oro!
-¿Eso te dijo?
-Sí señorita, disculpe usted mi atrevimiento.
María Lorenda sabía que era la oportunidad de tener de frente al general ¡No tendría una más cómo esta! Aprovechaba o perdía todo indicio de ¿En que lugar tendrían escondido las monedas de oro que no encontraban? Que habían costado la vida de su madre.
-¿Estás dispuesto a ayudarme viandero?
-Por su madre misma que están velando ¡Cuente con ello!
-El doble de tus botas llenas de monedas de oro te daré si todo sale bien ¡Es una promesa!
Los ojos del viandero brillaron ante tal propuesta.
Cantina Las Delicias de Colón.
Cuando regresó el viandero ¡El lugar era un verdadero corral de bestias! Unos juegan a ver quien aguanta más golpes en el vientre, los más el póker y los ebrios a pedir la misma polka al pobre pianista que ya lleva tiempo tocando la misma melodía, cuando vieron llegar a las mujeres ¡El alboroto no se hizo esperar! Gritos, silbidos y se arremolinan para tratar de hacerse de las mujeres ¡Quiénes sabiendo que monedas traían! Se hicieron de besos y arrumacos ¡Para con todos! El general Escobedo observa el alboroto ¡Hasta consentía el desorden! Las risas y los gritos no dejaban lugar a la buen plática, en sus risas estaban en su mesa cuando el viandero se acercó, haciendo una seña le indicó al general se acercara a una puerta que señalaba, a voz de susurro le indicó:
-¡Que he cumplido su cometido mi general!
-¿Qué dices? – sorprendido – me trajiste una de las doncellas de alcurnia de esta ciudad ¿Es posible que sea verdad?
-¡Sí mi señor! He cumplido, una hermosa joven que a fuerza de voluntad y después de amarrarle varios de mis hombres hemos logrado traer ¿Mi señor olvidará su promesa? Y si fuera verdad ¿Podría darme las monedas antes de que usted consuma su hecho?
-¡Tengo que mirarla! Reconoceré en sus finas manos la prueba de que son de abolengo ¡No hay campesina que pase por doncella con manos de labor! Si es verdad uno de mis soldados te llenará las botas hasta que rebocen las monedas ¡Cumpliré! – ya su voz se escuchaba garrasposa, llena de lujuria e ideas nubladas en su mente.
Entró el general al cuarto, en una silla amarrada y amordazada ¡María Lorenda Duque de las Casas imitando el forcejear! Dando gritos y maldiciones ¡Pero hermosa! Cálidos y carnosos pechos mostrados en el cenit de su ropa, con ojos relucientes y mirada inocente ¡Convencieron al general!
¡De inmediato dio la orden para que llenaran las botas del viandero de monedas de oro! mientras desabotonaba su chaqueta de grado y dejaba a un lado sus armas.
¡Mordió el anzuelo!
Continuará…