Capítulo I
Ciudad de Querétaro, 1970, antiguo convento de Capuchinas, poza libre que se encontró con una caída de veinte metros.
Llevan ya varios días explorando aquellos pasadizos que parecían no coinciden con la arquitectura del antiguo convento, de brillosa cantera color gris, posiblemente traída de Zacatecas, o de Guanajuato, al introducirse se topan con una puerta de madera, con una ventana redonda que truena la puerta, cuatro barrotes bien colocados hacen imposible vencerla, pero con una palanca logran traspasar el podrido cerrojo, se introducen y con sus ligeras linternas observan el tiro de la bóveda de cañón ¡impresiona los más de cincuenta metros de vía perfectamente bien construida!
A lo lejos se observa otra puerta de las mismas características que la primera que encontraron, deciden caminar con cautela, a pesar de lo frío del agua, existe fango y posiblemente algunas rupturas de la estructura, de no tener cuidado puede colapsar y atraparles, dejando solo como rastro una puerta vencida, en un lugar donde nadie sabe que ellos están.
Al caminar pueden sentir el paso del tráfico por encima de sus cabezas, un frio gélido se deja llegar con un viento —lo cual les hace pensar en el paso de salidas al exterior— al llegar a la segunda puerta observan el mismo cerrojo, la puerta de maderas con ventana circular y cuatro barrotes de la misma construcción que la primera, hacen a bien destrozar el impedimento y al abrir la puerta ¡el agua completa se vacía! Dejando ver unas escaleras que caen en caracol a otro nivel…
—¡Seguramente es el piso de cimiento que buscábamos! — mencionó el ingeniero Suárez, espeleólogo especializado en caídas libres naturales, grutas y espacios subterráneos, hombre preparado, pero ya de edad y con un físico bastante bien trabajado.
—¡Tengan cuidado! el brillo de la cantera y lo resbaladizo se debe a los mohos y bacterias acuáticas, el agua debe de estar cerca y posiblemente estemos ante un manantial subterráneo, tal vez una antigua acequia del propio convento — preparaba al equipo de exploradores la antropóloga Eugenia Durán, especialista en arquitectura colonial y redes hidráulicas, mujer preparada pero un poco disparatada ¡aseguraba que los pasadizos en esta ciudad conectan a todas las órdenes religiosas!
Los jóvenes estudiantes que acompañan al equipo están al tanto tomando notas y fotografías, los destellos de la luz de los “flashes” llegan para observar de un instante lo alto del sistema pluvial, la bóveda, la escalinata, hacen trazos y dibujos de lo observado ¡como marca el manual! Al caminar solo se asombran de como una estructura tan grande pase desapercibida por la ciudad.
Al término de la bóveda se abre un círculo con varias entradas ¡seis diferentes pasadizos! como si fuera la central de un conjunto de pasillos, pareciera que ahí nació este proyecto de comunicar a la ciudad, pero por debajo.
—Muchas leyendas hay de estos pasadizos escondidos por debajo de esta ciudad, la gente habla de espectros, aullidos, que fueron lugares y calabozos de la santa inquisición, que a lo largo de muchos años la imaginación de las personas han dado por resultado solo aseveraciones— platicaba la antropóloga Eugenia Durán mientras el equipo completo le alcanzaba en la central de los pasillos, alumbrando y dejando claro el camino con brújulas para no perderse, haciendo de un mapa su mejor destino para el retorno.
Ya estando todos en el pasillo central que llevaba a las seis diferentes puertas, lograron asomarse por las circulares ventanas, en cada una de ellas, alumbrando no se miraba el fin del siguiente pasillo.
—Calculo unos cuarenta metros tan solo hasta dónde llega la luz, dirigidos dos de ellos hacia el norte, dos más hacia el sur y los del centro posiblemente doblan… ¡observen ahí! Se mira una esquina… ¿Sí la ven? — al asomarse todos van viendo que la traza se mantiene, una larga bóveda de cañón que seguramente se soporta por pilares a cada cierta distancia, y pequeñas ventanas sumidas en los anchos muros, tal vez para respirar — ¡Esto es una arquitectura colonial! Los remates, arcos y bloques son de la época ¡aquí cabe un caballo y su jinete — insistía la antropóloga Durán. Al tomar las fotografías se cuidaba en mucho que los destellos no fueran de potencia alta, debido a que podía desintegrar evidencia importante del descubrimiento.
—¡Evitemos a toda costa estar rompiendo cerraduras! Es evidencia antropológica, dibujen por favor con detalle lo encontrado, las fotos una vez las revelemos podremos tener evidencia clara de donde estamos ¡Por favor tratemos de abrir con algunos alambres las cerraduras! no deberá ser difícil, el mecanismo es sencillo.
Se aplicaron a la tarea, lograron abrir cinco de ellas, pero la sexta no logró ser abierta ¡justo la que lleva a la esquina que dobla el pasillo!
—¡Sigan intentando!
—¡Es diferente a la demás doctora! Cuenta con otro mecanismo, es más complicado y cuenta con más engranes, casi puedo asegurar que es más reciente, como si alguien diera mantenimiento a estos lugares, no se observan telarañas como en las demás y se ve hasta aceitada— Le refería el joven estudiante.
—¡Déjame intentar!
Al acercarse la doctora logró observa un símbolo pequeño en la base de la cerradura…
—¡Imposible! Este signo ¿lo miran? Acerquen más la linterna ¡déjenme ver!… ¡Es imposible! Es una escritura en francés, un compás y un lápiz, son signos de una antigua cofradía, pero la cerradura es de aproximadamente hace unos trescientos años ¡imposible!
Lograron abrir la cerradura, la puerta se movió de manera paralela a ellos, no abrió en medio círculo como las demás, escucharon un ruido diferente ¡como si un mecanismo se hubiera activado!
De inmediato dieron vuelta para regresar ¡La escalera en caracol de cantera había desaparecido! ¡Entraron en pavor cuando vieron como el agua se acumulaba a sus pies! ¡agua cristalina!
Trataron de hacer todo lo posible por correr por los pasillos de las puertas que habían abierto anteriormente ¡El propio mecanismo había colapsado las puertas! No era posible abrirlas, todo se fue llenando… ¡El horror llegó a sus mentes! El agua siguió subiendo hasta que por completo llenó la gran bóveda.
¡Todos se ahogaron!
Querétaro 1855.
María de los Dolores tenía como costumbre estar cercana a su padre, como una pequeña sombra, a donde fuera que caminara ¡No se le despegaba! Sus huaraches blancos, sucios y desgastados, arremolinado su cabello y su fino vestido blanco de manta, con deshilados en sus hombros, sus rodillas sucias y su rostro siempre oliendo a dulce. Acompañaba a su padre a cualquier camino. Si iba hacia los caballos ¡Era la primera en montarse! si iba a los negocios, él le preguntaba y la inmiscuía —de juego al comienzo, después se dio cuenta de una pequeña habilidad para los negocios en la niña— era la quien le daba mejor consejo para hacerse de productos.
En ocasiones Don Fernando no le ponía mucha atención, aunque era cierto que no hacía caso a los negocios, tanto y cuanto a ella se le ocurrieran algunos inocentes consejos, pero le encantaba su compañía. Él un hombre grande, de ancha espalda, con un dejo de nostalgia y añoranza de sus mejores años de juventud, recto al caminar —siempre vestido de milicia—su rostro ya estaba pintando a la rudeza de quien se dedica a negocios peligrosos, en donde un fallo, o una mala decisión, te costaban la vida. Sus arrugas —aunque aún joven— se denotaban ya de largas noches de desvelos y diseñando nuevas estrategias, pendientes de sus acreedores y la formas de lograr que le pagaran.
Su fuerte olor a sudor, combinado con el tabaco, le hacía distinguido de su demás, no le importaba el que fuera o no aceptado ¡Eso no es de su razón! él es y lo sabe. Un traje color azul marino diario portaba con botones dorados, un cinturón ancho negro brillante, que empuña una espada con mango dorado e incrustaciones de nácar, pequeños bolsillos dan lucidez al cinturón. Una cabellera negra y áspera, bien cortada y peinada. Su color blanco de piel contrasta con los ojos verdes, y un ensortijado bigote, casi de color rojo, bañado por el aroma del tabaco, que tanto le gustaba jugar con él a María de los Dolores.
Don Fernando utilizaba una pequeña cintilla de color rojo en los lados de sus pantalones, que están metidos en las altas botas de montar, de color negro ¡Relucientes! las botas con sus espuelas hacían de la delicia de sus hijas, porque al sonarlas contra la cantera ¡Ellas sabían que papá había llegado! Hombre musculoso, fornido, nada pasado de carnes, con edad suficiente para comandar algún batallón o legión entera —aunque no tenía ningún grado militar— gozaba de las andanzas de sus pasados ¡coroneles y marinos de las fuerzas europeas! que por azares del destino llegaron a la Nueva España con abolengo y mucho dinero para hacer crecer los negocios ¡Y las tierras! Para Doña Andrea, su esposo era la figura del hombre ideal, representaba un sueño ¡de los ilustradores de Europa a los héroes de la Italia! con la que soñaba tantas veces, era ¡Un apolo de sus cuentos de doncellas! ¡Era el héroe que tanto había soñado!
Observando a su esposo recordaba: Cuando el padre de Doña Andrea allá en la ciudad de Puebla enviaba las carretas con oro, para poder mantener a los soldados de la invasión de algún enemigo, siendo ella una doncella de doce años ella soñaba con algún apuesto comandante de ojos claros —extranjero por supuesto— le robara de alguna prisión y juntos cabalgaran, hasta encontrar una hermosa casa, cerca de montañas con nubes, para vivir su idilio ¡Amarse sin freno! ¡Descubrid juntos los secretos de sus cuerpos!
—¡Chiquilla romántica! —le reclamaba su padre a la aquella entonces doncella poblana, se reían juntos, y su padre le decía: ¡Temo que, de esta bola de rebeldes, tu general de ojos claros ¡no saldrá! indio de campo, que defienden nuestra causa, pero hasta saber que, si uno de ellos te gusta, y tú lo ves para ti ¡No dudes en casarte con él! No tengo objeción de que te cases con un héroe, con un altivo indio mexicano ¡Seguro te dará vida de mujer digna! Un héroe siempre será buen esposo, porque defiende la causa de lo que ama: ¡Su tierra! Ella se sonrojaba un poco, y le daba risa ¡Aunque de verdad ninguno le gustaba!
El México independiente de aquellos años cuando Doña Andrea joven, convulsiona con infinidad de problemas, varios de ellos ocasionados por los extranjeros, otros, por los propios ¡Estando ella ya doncella! tuvo que salir pronto de Puebla! un desorden nacional se suscitaba, pero ahora de los norteamericanos.
¡El ejército de los norteamericanos estaba ya cerca de Puebla! Se acercaba a la ciudad de México. ¡Las mandaron a Querétaro! con una de sus tías, a ella y su hermana.
Inmediatamente se hicieron los arreglos, se contrató a los milicianos —franceses escondidos en la sierra de Puebla, que prestaban sus oficios como cuidadores y protección de las jóvenes doncellas de aquellos años— una carroza de color negro, especialmente diseñada para las jóvenes, con algunas modificaciones, un tanto pesada, que se veía a simple vista.
Con cuatro bestias amaestradas a la velocidad, fieros bridones de color azabache y ejercitados, un cochero y cuatro franceses salieron del callejón oscuro que daba a la parte detrás de la casona de la familia de Andrea, una avenida de brillantes piedras mojadas —pero no resbalosas— banquetas altas, para emparejar los escalones de las carrozas.
— ¡Atención hijos de la chingada! — dijo el padre de las doncellas a los franceses — ¡Vayan por los lugares más concurridos! no se separen de ellas, lo que ellas les digan que hagan, ¡Hacedlo! — Les gritaba, hasta enfurecido ¡Nervioso! El padre de Andrea.
— ¡Conocemos el camino señor!
Continuará…