Digamos sin temor una apreciación quizá inadmisible para los especialistas: uno de los detonantes, si no el principal, de la Revolución de 1910, fue la inexistencia de una certeza electoral. Por encima del hambre, la injusticia, la tienda de raya, la desigualdad y todo lo demás, la voz de rebeldía fue por la efectividad del sufragio y la no reelección en el mando nacional.
Y así, en ese mismo sentido, con esa misma intención, el sistema político post revolucionario construyó una estructura electoral confiable desde el registro de los ciudadanos; su identificación por duplicado (en el padrón y la credencial intransferible), hasta la constitución de un instituto federal (ahora nacional), con representación partidaria y visibilidad ciudadana, para complementar y completar con un Tribunal de término capaz de dirimir y certificar los resultados con validez absoluta.
Ese sistema ha costado miles de millones de pesos y hoy, simplemente no sirve, aunque funcione, porque su mejor servicio consiste en la credibilidad y la confianza y hoy, no tienen esas dos condiciones, al menos plenamente.
Se han vuelto desconfiables.
Está incompleto, plagado de personas sin talento, reclinado en el muro donde lo refresca la sombra del Palacio Nacional, como sucede con la presidencia del Consejo General del INE o mutilado presupuestalmente sin protesta, y deteriorado en el interior, sin cargos firmes, sin responsabilidades plenas en al menos 11 de sus áreas, tal le ocurre al Tribunal (faltan dos magistrados) cuyas cabezas cambian con la irresponsabilidad de la frecuencia y el motín recurrente. Por ese camino todos serán presidentes sin presidencia.
Hay en todo el país 40 sillas vacías en el sistema judicial electoral. No pueden elegir lo interno y van a calificar lo nacional.
Los hechos actuales en esas dos instituciones –-especialmente en el tribunal a cuya presidencia golpista llega una aliada del partido dominante–, son una vergüenza. Son instituciones inestables a pesar de su cuidadoso diseño original.
El INE no tiene directores en muchas parcelas de operación; tienen encargados de despacho, con poca autoridad, dedicados a proteger su futuro y en algunos casos con poca ciencia de sus responsabilidades.
El Consejo General, en sus mejores momentos, es una cena de negros, aunque se enojen los políticamente correctos. O de caníbales, si no les molesta a los gastrónomos.
Y eso no tiene sino una raíz: la intromisión del presidente en la vida de los órganos autónomos y el Poder Judicial en beneficio de su proyecto y programa. Esa es la causa de fondo.
Por otra parte, llama la atención la ligereza política de quien se benefició del motín de Carlota Armero: doña Mónica Soto, cuya alianza con Morena quedó sellada en la tertulia con Sergio Gutiérrez Luna, el fracasado aspirante al gobierno veracruzano, cuya mayor aportación a la democracia mexicana no ha sido de orden legislativo, sino extraterrestre.
Ha sido anfitrión de la farsa llamada “ufología” en la Cámara de Diputados (en cualquiera de sus nuevas denominaciones en la fonda de los platillos voladores), donde se exhibieron momias de plásticos resinosos y se contaron cuentos interminables de vivales también sin fin.
La constante en este sufrido país es notable: improvisados ineptos, incapaces en todas partes. Los partidos son una caricatura de su pasado, excepto el PAN, cuya caricaturesca condición ha sido constante en su historia. El PRD es un holograma y el PRI, un drama.
El caso del PAN es patético: se ocupan del reparto de sus plurinominales en lugar de construir una verdadera alianza electoral con potencia para lograr si no el Ejecutivo, sí una mayoría en el Congreso.
Hacen tacos de maciza antes de tener el chancho.
En esas condiciones la única maquinaria impecable está en la Casa Presidencial. El Ejecutivo hace y deshace. Le entrega el bastón de mando a Sheinbaum, pero le quita las pilas.
Y ella recorre el aturdido país con un sonsonete intolerable y un discurso aún peor. El subdesarrollo bananero una vez más.