Un personaje cercano al círculo presidencial dio el banderazo de salida, por así decirlo, a un programa de promoción de la lectura. Ocurrió en Sonora. Loable a todas luces. No así el twitt que subió un tanto extraño. “Ningún lector es un agresor”. Y llamó a tomar un libro. Como una opción redentora para la delincuencia organizada y para la que no lo es. Porque el libro es el arma más poderosa para vivir en paz. Los delincuentes toman las armas porque no tienen a su alcance un libro. Aunque el gobernador Alfonso Durazo aplaude a rabiar, no parece convincente cambiar en K47 (o cuerno de chivo) por un papelillo pacificador. La propuesta se antoja como aquello de “Abrazos, no balazos”. ¿En realidad el personaje cree que el libro nos salva de la violencia?.
Me gustaría recordar que los oficiales nazis eran buenos lectores y gozaban de la música refinada. Bien sabido es que, incluso, integraban orquestas de hombres y mujeres prisioneros en los campos de concentración, antes de exterminarlos; que incluso los dictadores, hoy aborrecidos cultivaban la lectura. Stalin leía la historia rusa; Fidel Castro, el devenir de Latinoamérica.
Recuerdo que, en un video difundido durante la campaña, del actual presidente aparecían, junto a una pequeña mesa, colocada a su derecha, dos libros; la constitución y ‘Las memorias de Adriano’ de Marguerite Yourcenar. Curioso el destino de ambos textos. Al actual presidente, la constitución poco le importa. Con un simple Acuerdo, hace trizas la Carta Magna, so pretexto de salvaguardar sus megaproyectos como asuntos de ‘Seguridad Nacional’. Y las ‘Memorias’, si llegó a leerlas, pasan al olvido, pues que nada le dicen como lección de gobierno.
Así pues, desde esta modesta columna puedo replicar al atrevido personaje: los libros no construyen la paz. Que más quisiéramos que así fuese. Pero es sólo el Estado de Derecho, vale decir la aplicación de la ley es la única opción para generar confianza en las instituciones. Nos conformaríamos con que el personaje se hubiera congratulado con esa promoción cultural e invitado a otras entidades a seguir su ejemplo, pero ansioso de protagonismo, el personaje no resistió la tentación lacayuna de proferir todas esas tonterías que solo nos conducen al precipicio. ¡Que Dios nos agarre confesados!, decía mi abuela. Y concluyo con ese aforismo: Nada ni nadie es para siempre. Lo cual no es un desplante de resignación intimista, como piensa un amigo mío, sino una realidad histórica inapelable.