Serenata gay
Habíamos quedado a finales del año 1996 ir varias parejas a Los Correa de El Retablo a escuchar y ver el show de “Los Musilocos”, grupo cómico musical integrado por mi hermano Tito y entrañables amigos de mi niñez y juventud, como Coño Pacheco Aguillón, Chepe Luis Hernández Aguilar, Alfonso Núñez Hernández El Verijas, Miguel Pipino Reséndiz Méndez y Miguel Muñoz Gutiérrez, además de bateristas malos que no duraban mucho tiempo en la agrupación. Era un espectáculo oír a Coño cantar su “Sapo Cancionero”, ver a Pipino imitar a La Martina, que Tito me dedicara “Mi Hermano” de Manuel Alejandro o que El Polivoz verijudo imitara a varias estrellas del firmamento nacional. Pero el gran regalo de la noche era cuando Alfonso se convertía en Juan Gabriel y de mesa en mesa se dedicaba a joder a señores mustios y dizque bien portados diciéndoles delante de las amantes, esposas o novias cosas como estas: “Aaay, no te conocía vestido”. Al son de piezas hermafroditas como “Hasta que te conocí”, “Una Rosa Roja”, “Yo no nací para amar” y “El Noa Noa”, Poncho provocaba la risa al punto de emicción a las personas que abarrotaban el lugar viernes y sábado por la noche y domingos al mediodía en el oscuro lugar.
Es el caso, pues, que invité a Hiram Rubio con su señora esposa Blanquita Romero, a Toño Murúa y Elia Araceli, a Bolívar Rubio y Elisa Medina, a Carlos Medina Noyola y Maru Zamora, a Paco Guillén Gutiérrez y Cristina Pozo. ¡Hasta se nos pegó Beto Ángeles Sánchez, antiguo amigo del Tec de Monterrey, mismo que de lo borrachín se quedó dormido en el escenario del restaurante junto a las bocinas! Por más que lo esperamos, el matrimonio Murúa-Ledesma nunca llegó y ni siquiera nos avisaron de que no irían a la cita los muy groseros. Es aquí cuando a este armero y placero, y a Hiram Rubio, se nos ocurre desquitarnos del desaire de Murúa: le llevaríamos gallo a su casa en la madrugada, pero no cualquier gallo sino con canciones de Juanga, pegajosas y jotolonas o putarracas, cantadas por Poncho. Le rogué al gran imitador que nos acompañara, al igual que al resto de los músicos, y en honor a la fraterna amistad que nos unía por más de treinta años jalaron y nos fuimos a las calles de El Calvarito en Plazas de El Sol, segunda sección, a nuestra singular serenata.
No le tenía miedo a la ya naciente guardia municipal porque yo era, desde 1994, secretario técnico del gran gobernador Enrique Burgos García y sabía que mi querido maestro me perdonaría ese pecadillo de mocedad. Llegamos al domicilio y empezamos el show, porque ya desinhibidos hasta bailábamos las pajarracas canciones del Divo de Juárez a media calle. Conchita, mi esposa, me echaba unas miradas furibundas de Diana Salazar, pero a mí no me importaba. Por más ruido que hicimos, Toño Murúa nunca se dignó abrirnos ni prendernos la luz, a pesar de que Hiram literalmente se pegó al timbre. Decepcionados del resultado nos retiramos a las cuatro de la madrugada y cada quien para su casa. Al tercer día recibo comunicación de Murúa y, en lugar de reclamarme algo de parte de sus vecinos encaboronados, solamente acertó a decirme que era muy extraño que éstos no le hablaban desde el sábado por la mañana que llegó de México y que el más gestudo era un farmacéutico que vivía enfrente de él y que además apenas le dirigió la mirada al ir por una leche en polvo para la infante Monserrat. ¡Cómo le iban a saludar si aparte de que los despertamos y les hicimos ruido durante una hora creían que Toño era gay? Las canciones y los gritos amanerados de Alfonso imitando a Juan Gabriel así lo evidenciaban ante los chismosos colonos.
LAS SIRENAS DE TILACO:
Desde hace unos 45 años se acostumbra en Querétaro llevarle serenata a la Morenita del Tepeyac en el templo de La Congregación, en una fastuosa ceremonia repleta de creyentes y otros no tanto –que se dedican a empinar el codo a base de ponches con piquete—, convirtiendo el centro histórico de mi peregrina ciudad en una fiesta popular desde la noche del bendito 11 de diciembre. Cientos de cantores acuden a llevarle su música a la Reina de México y Emperatriz de las Américas, muchos de ellos con aires protagónicos de grandes divas y divos, posando para las cámaras de los diversos medios de comunicación. Lo cierto es que esta bella tradición la comenzaron los miembros de la Estudiantina de la U.A.Q., allá por 1964, por iniciativa del noble e inquieto Francisco Esquivel Rodríguez, quien tuvo la ocurrencia de organizar a sus compañeros para llevarle serenata a todas las Lupitas que conocieran, empezando por La Guadalupana.
No crean mis cinco lectores que La Congregación estaba abierta y había misa empezando el 12 de diciembre: no, para nada, ¡el templo estaba cerrado y los estudiantinos le cantaban la serenata a la imagen de la Virgen que se encuentra en la parte alta del frontis guadalupano! Noctámbulos, metiches y curiosos se quedaban gratamente sorprendidos cuando escuchaban las piezas musicales del ya famoso grupo, recientemente fundado en aquel entonces. El punto de reunión era a las diez y media de la noche en Arteaga 121 del día 11 de diciembre en la casona de mi segunda madre, la señorona Lupita Gutiérrez de Muñoz, donde tomaban ponche sin piquete, y serios, religiosos, devotos, los tunos se dirigían a La Congregación en fila india al dar las once y cuarto de la noche.
Cubiertos con sus capas se veía desfilar por el centro histórico a Memo Muñoz, J. Socorro Mendoza, Eugenio Valencia, Carlos Campillo, los hermanos Servín Muñoz, Miguel Ángel Epardo Ibarra, Jesús Chavero Dorantes, Aurelio Olvera Montaño, Juan Jaime Hernández, Gonzalo Aguirre y el corazón del festejo, el inolvidable y buen amigo Paco Esquivel. Al llegar al pie de la escalinata vacía, sin gente, entonaban “Las Mañanitas”, “El Bachiller”, “Morenita Mía”, “Hay unos ojos”, “Yunuén” y la bellísima “Alborada”, para cerrar con “Rayando el sol”. El travieso de Paco Esquivel convenció al grupo para llevarle también serenata al mismísimo Cristóbal Colón, cuya estatua estaba cerca de la Alameda pero no en el sitio donde ahora se encuentra, a partir de 1965, sino a un costado, en la actual Corregidora sur, cerca del hotel Alameda. Los tunantes preferían no llevarle serenata al Marqués sito en plaza de Armas por temor a que los policías establecidos en el Palacio de la Corregidora –antigua cárcel— se los llevara por escandalosos. Al descubridor de América le cantaban canciones más paganas y después de tres piezas musicales proseguían la ronda en busca de sus respectivas Guadalupes. Al terminar el rosario de serenatas, como a las siete de la mañana, los tunantes eran recibidos por Lupita Gutiérrez de Muñoz con un buen tazón de caldo de pollo para que no anduvieran cruditos el resto del día. Después de que el 12 de diciembre de 1979 me mandaran a ingar a mi madre en el callejón del Sapo, juré nunca más volver con la Estudiantina a llevar gallo el día de las Lupes: prefiero el bellísimo 11 de diciembre en que nace una hermosa estrella en el firmamento queretano.
Así pues, esta joven tradición tiene autor: Paco Esquivel Rodríguez, el mejor de los amigos.