Corría el año 1982 en la vieja Cadereyta, la de mis locos años, la de la cal y vino, la del dolor y el llanto. El semidesierto abochornaba a los escasos dolientes que acudían esa primavera infernal al cementerio de la localidad, ubicado en pleno centro de la antigua villa. Entre el cortejo fúnebre destacaba una joven viuda, vestida de falda negra, con medias oscuras, camisa morada y pañoleta negrísima. Lloraba y no, gritaba y sí, el dolor no la dejaba desahogarse plenamente por la pérdida de su veinteañero marido, quien perdió la vida en un absurdo accidente de tránsito. El joven era todo en su vida, ella no estudió nada y solamente vivía del ingreso conyugal, además que sus papás eran humildes jornaleros en Zituní, allá donde un gallo muy gallo pisaba gallinas en una noria. Como fruto de ese amor frustrado había una nenita de escasos dos años, por lo que los severos suegros decidieron cargar con la manutención de la viuda y su pequeña nietecita con la condición de que no se enredara en amores y le guardara eterno luto a su occiso. ¡El día que supieran que faltaba a tan sagrada memoria la echarían con todo y triques de la sobria y fría casona ubicada en el centro de la vieja villa de españoles!
Si la vida cadereytense era lenta y aburrida en aquella época, más lo era para la viudita, quien veía languidecer su vida, su carne joven, sus pasiones y sus sentidos. Todo el día encerrada en la derruida mansión del siglo xviii la estaba matando el tedio, entre olor a neftalina y humedad. Las telarañas que colgaban de las apolilladas vigas aumentaban su nostalgia y tristeza. ¡Ella no podía seguir así, muerta en vida y condenada a pena de prisión en celda de hierro por las falsas apariencias sociales y el maldito dinero!
Con el paso del tiempo decidió entrar a trabajar como obrera en la fábrica Playtex, la más famosa de la región y especializada en sujetadores de “Lolas” y calzones de bajo color, en un horario de seis de la mañana a dos de la tarde, para dedicar el resto del día a su pequeña hija. Los primeros tiempos laborales transcurrieron con una normalidad buena que te da el estar haciendo algo productivo, soportando en todo momento las miradas perrunas de sus supervisores y de sus suegros, los que la trataban con la punta del pie por considerarla “una meca indigna de su fallecido hijo”.
Pero las pasiones tanto tiempo guardadas acechaban a la viuda negra: así como no puedes ponerle piedras al campo tampoco le puedes poner cinturón de castidad a los ojos, al tacto o a la nariz, y la susodicha entró en tentación, no precisamente con el Divo de Cadereyta que había llegado —para quedarse— triunfalmente al kiosco del jardín principal en noviembre de 1982. Empezó a arribar la viudita un poco más tarde de lo debido a la casa prisión, se arreglaba más de lo habitual y hasta compró un perjume Lolita en el tianguis de “El Baratillo”. Los suegros —como buitres— la escrutaban de los pies a la cabeza queriendo encontrar el por qué el cambio de luz en la mirada de la joven.
Al comenzar el año de 1983, la viudita se retorcía en náuseas matinales y comenzaba a notar el aumento en su esbelta cintura de india pura: sospechaba lo peor ¡estar enferma de gustos pasados! ¡Qué barbaridad! Los amargosos y estrictos suegros la correrían de inmediato de la casa, y tendría que vagar por el mundo con sus dos vástagos. Pero la necesidad es caona y parece que en momentos difíciles se nos prende el foco y surgen las grandes ideas: ¡ella ya tenía una carta bajo la manga! Cuando no pudo más disimular el embarazo se enfrentó a los suegros y les dijo: “no sé que me pasó, lo único que sé es que extraño mucho a mi marido y me pongo sus calzones a manera de pijama todas las noches”. ¡Verídico!, diría Antero Torres Ibarra, el filósofo de Sierra Gorda. ¡Ni que hubiera guardado la simiente del marido en los bancos de semen animal en los congeladores del centro experimental de Ajuchitlán! Huelga decir que los decimonónicos e inquisitoriales suegros la echaron con todo y nahuas, el producto de la concepción vio el mundo y algunos lo han visto y escuchado cantar las canciones de Raphael en el kiosco y auditorio cadereytense, aunque esto último más bien es un chisme inventado por don Andrés Garrido Mendoza al ver que ni Tito ni yo le dimos un nieto varón. Les vendo un calzón cadereytense.
LAS SIRENAS DE TILACO
En el año de 1996, en día de muertos, decidí organizar una comida con mis compadres Hiram Rubio, Toño Murúa Mejorada y Chalío Ledesma, para oír y cantar peregrinas canciones, y decidimos irnos a la quinta “Las Conchas” en mi peregrino rincón bernalense sin nuestras esposas, porque según el invitado especial, Juan Francisco Durán Guerrero, “gastas el doble y te diviertes la mitad”. Desgraciadamente ya había cambiado yo mi línea telefónica móvil de Iusacell a Telcel y Conchita Sicilia me traía jodido llamando y preguntando a cada rato “¿dónde Judas andas?”, y ante la risa de mis contertulios yo le contestaba que trabajando. Las risas por las puntadas platicadas por el maestro Durán e Hiram nos hicieron deliciosa la tarde, y en menos de lo que canta el gallo la negra noche cubrió con su manto el cielo del peregrino Bernal, por lo que decidimos abandonar mi portal equipado de mesa y sillas de hierro labradas con flores y mariposas y tornamos a la vida real, donde no habitan los peregrinos fantasmas del ensueño. Al llegar a la casa familiar Conchita se me quedaba mirando tratando de encontrar una evidencia de algo que me echara de cabeza y no lo encontraba. Pero al quitarme mi chamarra de piel estilo Laureano Brizuela y despojarme de mis pantalones y ropa interior para darme una ducha, doña Diana Salazar me reclamó con un enojo digno de doña Gorgona: “¡Andabas en Bernal caoncito!”; yo puse cara de Mario Aburto y me declaré inocente, pero ella me señaló las pruebas que hicieron prueba plena de mi culpabilidad: “¡Traes marcadas en las nalgas –escasas por cierto– las mariposas y flores de las sillas de hierro de la casa de Bernal!”. Tuve que confesar mi travesura…snif. ¡Todo por eggón y no poner los cojines en las sillas! Les vendo un puerco en forma de mariposas y florecillas.
LA CASA DE LOS PERROS:
Mientras el joven estudiante Roberto Loyola Vera buscaba la paz en la Facultad de Derecho en febrero de 1986, Pancho Domínguez hacía la guerra en febrero de 1988 en la Escuela de Veterinaria. Sí amigo lector, cuando el agresivo director de Derecho, Arturo García Peña, golpeó al destacado maestro Jesús Garduño Salazar, el estudiante Gustavo Buenrostro se alzó en protesta contra el tirano directivo y al llegar las pasiones al punto de incendio colectivo el maduro Roberto Loyola buscó al Rector Braulio Guerra Malo para que le aconsejara el qué hacer ante la difícil situación y la paz regresó, cobrándose los estudiantes los agravios de García Peña en julio de 1988 cuando no se pudo reelegir y hasta su escritorio y cachivaches le sacaron al patio. En cambio, Pancho Domínguez, como líder estudiantil, no solamente robó cervezas y refrescos que los dueños cobraban después a los humildes repartidores, también agredió físicamente al director de Veterinaria, el M.V.Z. Eduardo Cabello. Y con la inminente resolución de expulsión, Panchito fue a ver a Braulio Guerra para pedir su protección y poder terminar su carrera. Observo que Pancho no niega sus afectos y amistades, aunque las actuales sean peligrosas, y por ello le reconoce al poderoso ex rector su intervención en tan espinoso caso cada vez que le preguntan los reporteros de sociales sobre las personas que admira en su vida. El inteligente Rector era un maestro moviendo las piezas de su ajedrez universitario y a cambio de la no expulsión obtuvo los dos votos panchistas para la sucesión rectoral en favor del impecable académico Jesús Pérez Hermosillo. Pegarle a tu maestro y director es como pegarle a tu padre. ¡Qué poca madre!
“Querétaro es una monja, no tan joven pero tampoco tan vieja, viviendo en una casa embellecida por el tiempo” Andrés Peregrino.