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El Querétaro de Tomás Mejía

Queretalia

por Andrés Garrido del Toral
18 septiembre, 2020
en Editoriales
ANDRÉS GARRIDO DEL TORAL / EL QUERÉTARO TOPONÍMICO
207
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Al cumplirse este 17 de septiembre los 200 años del nacimiento del general Tomás Mejía, tres veces gobernador de Querétaro, oriundo de Pinal de Amoles y fusilado en el Cerro de las Campanas el 19 de julio de 1867 junto con Maximiliano y Miramón, el cronista de Querétaro nos regala estos trazos sobre su personalidad.

Desde la navidad del año pasado –es decir 1866-, el general Tomás Me­jía, había evacuado con tufo de de­rrota San Luis Potosí y llegó a la capital queretana cuarenta y ocho horas antes de que feneciera aquel año, por lo que fue el primer gene­ral imperialista en concentrarse en Querétaro, notoriamente quebran­tado del alma ante la desgracia de su derrota frente a Escobedo y el ominoso futuro que se avizoraba, y además gravemente enfermo lue­go de once años de cruenta e ininte­rrumpida lucha caracterizada por las privaciones que al fin habían he­cho mella en su magra humanidad. Pero le faltaba aún apurar la copa de hiel hasta las heces… No se ha podido determinar con exactitud la clase de enfermedad que aque­jaba al general de la Sierra Gorda –que frisaba entonces los cuaren­ta y siete años de edad- cuando lle­gó a Querétaro a fines de 1866, pe­ro a juzgar por las diversas cróni­cas consultadas, sus cercanos se inclinaron a creer que padecía fie­bres reumáticas y algo parecido a una anemia con gran pérdida de lí­quidos del organismo por diarreas constantes, que paulatinamente le iban minando el cuerpo y que en los meses siguientes se agravó cuan­do los juaristas cortaron el agua durante el sitio impuesto a la ciu­dad. El médico Vicente Licea, sien­do amigo de Mejía, se negó a aten­derlo por el profundo dolor que le causó a aquél la pérdida de su hi­ja, pero sí pudo saber que la “peno­sa enfermedad” que aquejaba don Tomás no lo dejaba “montar a caba­llo”,[1] por lo que parece ser que se trataba de fuertes hemorroides. En todo caso, el agotamiento físico del general indígena era tan acusado que difícilmente podía ya sostener­se en el caballo, y pasó muchísimos días postrado, más que acostado, sobre el lecho de su casa ubicada en el Descanso (hoy Pasteur 47) en pleno centro citadino.[2] Ante la negativa de Licea para atender al general serrano, éste decidió man­darlo traer por la fuerza aunque sin violencia ni vejaciones, pero de to­dos modos lo tuvo encerrado en su casa del Descanso hasta que se sin­tió mejor el pinalense.

De los retratos que de don José Tomás de la Luz Mejía Camacho se conservan, se puede apreciar su na­turaleza autóctona, su cabello ne­gro e hirsuto, sus rudas facciones, su estatura breve, su tez sumamen­te oscura pero amarillenta, su seve­ridad y modestia en el vestir –con uniformes virtualmente desprovis­tos de condecoraciones y con cal­zado sumamente gastado- y su mi­rada serena clavada siempre en el lente fotográfico. Era un hombre honesto a carta cabal y adicto a la causa, sumamente religioso y gene­roso con el enemigo. Los historia­dores ubican su lugar de nacimien­to en Pinal de Amoles Querétaro en 1820 -concretamente en el ran­cho El Toro de la actual delegación de Bucareli- (don Tomás declaró en el juicio que lo llevó al paredón que nació en Pinal de Amoles sin distinguir si se refería al munici­pio o a la cabecera municipal), pe­ro otros -con vocación guanajua­tense- lo quieren hacer oriundo de Tierra Blanca o de Santa Catari­na Guanajuato, pero es más lógica la primera versión, sobre todo por haber residido durante su niñez en la villa de Jalpan perteneciente a Querétaro y donde –se dice en lo clandestino- aprendió el arte de la guerra de boca de un brigadier es­pañol que se ocultaba en el corazón de la Sierra Gorda para no ser juz­gado militarmente por su país por haber perdido la guerra de recon­quista de México.

Les voy a contar de Tomás Me­jía Camacho y su relación con un tal Darío Bissarda, porque no de­ja de tener algo de lógica para de­ducir de dónde salió tanto talento de un humilde serrano para con­vertirse en uno de los principales militares mexicanos en las luchas contra la invasión norteamericana en 1846-1848, la guerra de Refor­ma en 1858-1860 y la intervención francesa en 1863-1867. Su arraiga­da fe en la religión católica lo llevó a militar en el partido conservador y después en el bando imperialis­ta. Pero en lo que sí no hay duda, es que era respetado hasta por sus enemigos, con los que se portaba caballerosamente y con miseri­cordia, aparte de ser un excelente guerrero contra el que nadie pudo en el territorio de la Sierra Gorda, bastión conservador e imperialis­ta gracias al talento de Tomás Me­jía, el cual llegaría a ser goberna­dor de Querétaro en dos ocasiones, siendo un verdadero ídolo para el pueblo queretano. Ahora bien, lo que nadie se explica es ¿en dónde aprendió Tomás Mejía el arte de la guerra si no estudió en escuelas militares como Miramón o Már­quez? Era muy difícil que un indí­gena otomite tuviera la oportuni­dad de trasladarse a la capital de la República y pudiera inscribirse en el Colegio Militar sin un padrinaz­go, y don Tomás Mejía carecía de ello. Sin embargo, cuenta la conse­ja popular que algún día del año de 1829 llegó a Jalpan un hombre ex­traño, el cual se decía comercian­te, pero por sus costumbres parecía más bien un férreo militar y por su acento denotaba ser español. Insta­ló en esa población de la Sierra Gor­da un modesto comercio, llevando una vida totalmente retraída, pues salvo sus operaciones mercantiles, con nadie hablaba, a nadie visitaba ni era visitado por nadie más que por un jovenzuelo indígena de ras­gos típicamente nativos, el cual era leal, sincero y reservado. El comer­ciante llegó a tener algún dinero, mas todos ignoraban qué destino daba a sus ganancias pues aquel ex­traño vivía más que austeramente, “diríase que a lo espartano”. Pocos sabían su nombre que era el de Da­río Bissarda, conforme lo afirmaba a quienes inquirían por él cuando había modo de hacerlo, pues no da­ba oportunidad para conversación alguna. Solamente había lugar pa­ra conversaciones largas con el jo­ven indígena, e íntimas, pero nunca nadie supo del contenido de dichas pláticas. Prácticamente le había to­mado afecto don Darío a aquel jo­ven oscuro para entonces, pero és­te bien pronto hizo su aparición en las armas y política nacionales, lle­gando a ser general y a recibir la medalla de honor de la Orden de Guadalupe, máxima presea que entregaba el cuestionado imperio mexicano. Su nombre: Tomás Me­jía, quien contrajo matrimonio o se amancebó con una indígena de To­limán llamada Agustina Castro, a la que le compró una casona frente al jardín principal de aquella pobla­ción (hoy casa del profesor Carlos Ramos). A mediados del siglo xix, el viejo comerciante español, muy enfermo, mandó llamar al ya gene­ral Mejía a su lecho de muerte pa­ra heredarle sus bienes y revelar­le una gran verdad: su nombre no era Darío Bissarda ni su profesión comerciante, sino Isidro Barradas con grado de general brigadier, quien comandaba la expedición es­pañola que en 1829 pretendió re­conquistar a México partiendo de Cuba. Este militar nació en las Is­las Canarias a mediados del siglo xviii, adquiriendo una triste cele­bridad cuando fue comisionado a Cuba para ponerse a las órdenes del capitán general de la isla, Francis­co Dionisio Vives, quien organizó y pertrechó una expedición de 4,000 soldados, bien armados y con mu­niciones para otros tantos pues pre­tendían encontrar aliados para su causa en México. El 26 de julio de 1829 desembarcó en las playas de la Punta de Jerez y para agosto lo­gró ocupar Tampico y Altamira. Pa­ra combatirlo se nombró general en jefe a Antonio López de Santa An­na, quien se embarcó en Veracruz con la infantería mientras que la ca­ballería marchó por tierra a las ór­denes del general Manuel Mier y Terán. El gobierno mexicano logró formar otro ejército que señaló co­mo de reserva, y que puso al mando del general Anastasio Bustaman­te. Todo el territorio nacional fue inundado con la siguiente procla­ma que seguramente todos los ilu­sos españoles radicados en nuestra patria hicieron circular, entre ellos fray Diego Bringas quien escribió una proclama en la que exhortaba a la sumisión:

“Soldados, vais a partir para Nueva España donde hace 300 años se inmortalizaron los antiguos y denodados españoles mandados por el valeroso Hernán Cortés, aquellos conquistaron ese hermo­so país, nosotros vais a pacificarlo, a hacer olvidar lo pasado y estable­cer el gobierno del mejor de los Re­yes. Los mexicanos no son nuestros enemigos, son nuestros hermanos; los unos alucinados y los otros sub­yugados por sus tiranos. Empren­deremos marchas penosas, acaso tendremos que combatir con los obstinados, pero la disciplina y el valor atraerán a vuestras filas la vic­toria. Soldados, mantened siempre el orden en las filas; acordaos que sois españoles y que en las batallas os necesitáis los unos a los otros. La primera cualidad del valiente es ser indulgente con el vencido, respe­tad su desgracia, no le echéis en cara sus extravíos, el absoluto olvi­do de lo pasado es la base funda­mental de nuestra empresa. El pi­llaje enriquece a pocos, envilece a todos; destruye los recursos, hace enemigos a los pueblos cuya amis­tad se desea granjear. A nombre de su Majestad, premiaré vuestras virtudes militares y las acciones he­roicas, pero seré inexorable contra aquél que con su codicia preten­da deshonrar el nombre de espa­ñol. Cuartel de Regla, a 4 de julio de 1829.

El Comandante Isidro Barra­das.”

Don Francisco Dionisio Vives dirigió desde La Habana otra pro­clama a los habitantes de la Re­pública Mexicana donde afirma­ba que Fernando VII seguía sien­do soberano legítimo del pueblo de América, y ofrecía que, una vez rea­lizada la reconquista, nadie sería perseguido por sus opiniones polí­ticas y su conducta durante las lu­chas anteriores. La situación de las tropas de Barradas era difícil care­ciendo de víveres y otros elementos, por lo que obligó a los habitantes de Tampico y Altamira a vender­le comestibles, caballos y mulas. El 20 de agosto Santa Anna empren­dió el ataque, y el 9 de septiembre, en combinación con Mier y Terán, después de apoderarse de un lugar llamado Doña Cecilia (hoy Ciu­dad Madero), atacó el fortín de La Barra. El jefe Barradas se vio en la necesidad de capitular para que se garantizara la vida de todos los in­dividuos de la expedición y rindió sus armas a Santa Anna en Pueblo Viejo, por lo que se comprometió a no tomar otra vez querella contra México. Los prisioneros españo­les fueron remitidos a La Habana, terminando aquí aquella aventura en que el gobierno español sacri­ficó a sus veteranos y despertó en México recelos y odios contra los peninsulares, lo cual produjo per­secuciones, confiscaciones, la pa­ralización de los negocios y la ex­pulsión de multitud de españoles laboriosos y pacíficos. No faltaron entre los mexicanos personas pros­tituidas que con sus escritos y con su conducta trabajaban contra la Independencia; gentes asalariadas por la Corona Española o envileci­das por las sugestiones partidistas, que escribían libelos infamatorios y provocaban la sedición del ejérci­to. La noticia del fracaso de la expe­dición española llegó a la ciudad de México en la noche del 20 de sep­tiembre, cuando el general Vicen­te Guerrero, presidente de México, disfrutaba de una función teatral. Se interrumpió la representación y el regocijo público no conoció lími­tes. A las aclamaciones contestaba Guerrero con lágrimas en los ojos. Por su parte, Santa Anna escribía al presidente repitiendo las palabras de Julio César, Veni, Vidi, Vici. En la noche del 1º de octubre llegaron a la capital las banderas tomadas al enemigo, y el presidente dispu­so dedicarlas a la Virgen de Guada­lupe. Nada faltó en la ceremonia y la calzada de la Villa se vio cubierta de un gentío inmenso que saluda­ba a Guerrero con aclamaciones de una alegría sincera. Haciendo uso de sus facultades extraordinarias, don Vicente Guerrero ascendió a generales de división a los brigadie­res Santa Anna y Mier y Terán. En­tonces regresaron las tropas mexi­canas a sus respectivos cuarteles en los diferentes estados, las cua­les sufrieron más por el clima y las enfermedades tropicales que por las balas enemigas, puesto que no combatieron, pero el haber estado incorporadas en la columna de ata­que, valió para muchos soldados el recibir en 1832 la Cruz de Tampico, una bella cruz de seis brazos, cen­trada en un medallón con un águi­la explayada circundada por un anillo con la inscripción siguiente: “abatió en Tampico, el orgullo espa­ñol”-. Cabe mencionar que un ba­tallón queretano de 480 soldados, al mando del general Luis Cortá­zar, fue a situarse en Altamira para combatir al extranjero. El brigadier Barradas estuvo en Veracruz vigi­lando el embarque de su tropa, pe­ro no aceptó repatriarse por temor a que el gobierno español lo suje­tara a juicio militar. Con permiso del presidente Guerrero quedó en el país y su rastro se pierde total­mente pues ninguno sabe ni dón­de vivió ni menos cuando murió.

Foto: Archivo
Etiquetas: queretaroSan Luis PotosTomás Me­jía

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