Esta vez no voy a repetir las diferentes versiones que existen sobre la figura de “La Llorona”, su origen y explicación, que como dijo el doctor Miguel León Portilla, “es el grito de la raza vencida explicado a posteriori”. Pues no mis queridos chiquitines, ya bastante los he aburrido con mis teorías sobre el espantajo más famoso de México y Centroamérica como para embonarles las versiones de los romanos, los aztecas, los mayas, Bernardino Sahagún, Luis González Obregón, Artemio del Valle Arizpe, Valentín Frías, doña Luchis Tinajero de López y doña Tere Hernández Ugalde. Este domingo 15 de noviembre de 2020 me decidí a aclarar muchos detalles sobre esta famosa mujer fantasmal y me introduje a las ocho de la noche en los pasillos oscuros y virreinales de la casona ubicada en Morelos 10, casi esquina con Allende, en donde en medio de sombras y unas bellas ofrendas mortuorias y una impresionante cruz de cantera oscura me esperaba la psicóloga, talentosísima soprano y excelente actriz Ariamy Espínola, ataviada con botas cortas, un vestido y velo albos, con la cara pintada de blanco y líneas negras que sin embargo dejaban brillar intensamente sus hermosos ojos de color claro. Incómodamente sentado sobre el escenario comencé a escudriñar esta historia de dolor individual y colectivo que todavía duele a mi nación, la visión de los vencidos, pero algo me decía que me esperaba un hallazgo sorprendente en la historia de La Llorona, pues en lo general todas las narraciones coinciden que fue una mujer engañada por su pareja y que por la locura de los celos dio muerte a sus dos hijos ahogándolos en un río para después quitarse ella misma la vida con un filoso puñal. En los detalles está la diferencia con otras historias, pues los pequeños grandes detalles no se le escapan a Ariamy Espínola, cosa que a otras versiones sí. En este monólogo se registra todo, causa y efecto. Comenzamos.
La Llorona era hija de un español y una india de raza pura, misma que fue abandonada por el hispano y eso despertó en la indígena un odio feroz contra él y su raza invasora, quedándose con la pequeña mestiza e inculcándole una repulsa obsesiva en contra de los conquistadores explotadores. Para acabarla de amolar la niña presentó en su rostro los rasgos dominantes de su padre, cosa que le molestó más a la india burlada y le agarró ojeriza a la infanta que creció seriamente lastimada por violencia física y psicológica de parte de su progenitora. No había día en que la frustrada madre no hiciera a la jovencita presa de sus traumas y odios maltratándola con palabras soeces y golpizas en su magro cuerpecito. Claro que todo esto provocó que la puberta soñara con hacer su propia vida y huir de la casa materna, que para entonces se ubicaba en la hacienda de un rico militar español que fungía como capitán en el Ejército Virreinal.
Al formarse tempranamente el cuerpo de la mestiza pronto acaparó la mirada de los hombres de todos los estamentos sociales en la hacienda y en el pueblo cercano, a donde acompañaba a su madre para las compras que la cocina del hacendado requería. Y sucedió que estando lavando su ropa en solitario a la orilla del Río Blanco divisó a un jinete que se acercaba a toda velocidad en brioso corcel árabe, adornado el hombre con un atractivo y elegante traje de militar rojo con negro, y que al ver a la mestiza en paños menores, lavando sus vestidos y su cuerpo, inmediatamente paró su cabalgadura en medio de relinchos de la pobre bestia. La jovencita se tapó púdicamente lo que pudo de su esbelto cuerpo pero la mirada lujuriosa del español no dejaba de desnudarla. El caballero desmontó y le ofreció galantemente su capa de paño negro para que se cubriera de la lujuria y del viento frío, cosa que ella aceptó con gran rubor. Él le preguntó su nombre y su origen dándose cuenta por las respuestas de ella que trabajaba para él en la cocina y que vivía en las barracas afuera de la hacienda. Quedó prendado el hombre de la chiquilla y se juró hacerla suya a la menor oportunidad. Para empezar le envió ricos vestidos y artículos de baño y joyería de oro a su humilde morada, ante el recelo de su madre que le advertía con gritos que no aceptara esos lujosos regalos, que aprendiera de la experiencia de ella que fue víctima de un seductor y abusivo español.
La jovencita ya se había prendado de los bigotes y ojos claros del mílite hispano y al ver la posibilidad de alejarse de su nefasta madre decidió seguir su incipiente romance y entregarse a aquel español que parecía sincero, además de que gozaba de una fama grande como principal de la Nueva España e incorregible solterón. Así las cosas, una noche de luna junto al Río Blanco se vieron, habiendo previamente pactado un encuentro a través de un recadero de la hacienda y la mestiza entregó su virginal flor al capitán quien le juró amor eterno a cambió de su núbil regalo. Pronto se notaría el embarazo en el abdomen de la mujercita y tendría que rendir cuentas a su madre, la cual, como buena hechicera, se percató simplemente del estado de su hija por la luz diferente en su mirada, llenándola de reclamos e improperios, pensando que se había revolcado con un gañán de la finca. Entre llanto y dolor la mestiza le reveló el nombre del padre de la criatura en formación y lejos de tranquilizar a la progenitora ésta la llenó de golpes hasta casi provocar el aborto. Fue cuando la futura madre pidió protección y asilo al amante furtivo aceptando éste llevarla a vivir en una finca rural, lejos de la hacienda, pero a la orilla del Río Blanco, dejando para después la boda ante el párroco del pueblo.
A los nueve meses y quince días nació una preciosa y muy despierta niña, siguiéndole un año después un bello niño de rasgos finos, aunque no tan inteligente como su hermanita. Los amantes empezaron a verse cada vez menos y las visitas a los niños fueron cada vez más espaciadas por el capitán virreinal, quien daba cualquier pretexto relacionado con su trabajo para no verse con su clandestina familia y menos para casarse con la madre. Hasta para el bautizo de los chamacos fue evasivo y mandó regalos pero no asistió. La mestiza y los niños cada vez extrañaban más y más la lejanía del jefe de la dizque familia y era tanto el sufrimiento por la falta de la presencia del padre que la joven madre se atrevió a ir a la hacienda, pasando por el jacal de su madre, para tratar de ver al militar lejano, pero nomás entró al patio del casco de la hacienda cuando fue echada por su propia madre llenándola de reproches e improperios, con el cruel “Te lo dije, para los españoles solamente somos un coño más”. Llena de tristeza regresó a su casita ribereña y anegada en llanto evadía las preguntas de los chiquitines, quienes se habían afanado en hacer caballitos de papel como regalo a su irresponsable padre.
Pasó el tiempo y la mestiza estaba enloquecida de dolor y frustración porque no le daban fecha para la boda tan ansiada y el dinero que enviaba el español ya no era suficiente para llenar su vacío emocional y el de los niños, por lo que decidió meterse de noche al casco de la hacienda y enfrentar cara a cara, en sus lujosas habitaciones, al evasivo amante. Le sorprendió a nuestra heroína encontrar los jardines y la mansión profusamente iluminados, avistar a la guardia de corps de su amante distraída en atender a bellas damas y elegantes caballeros en la entrada principal, por lo que ella se introdujo por la puerta trasera, pasando por los cuartos de servicio y la elegante cocina. Al llegar a la sala principal vio las viandas y la elegante mesa del comedor y en su locura imaginó que su amante la esperaba con ese lujo para avisar su futuro compromiso nupcial con ella, con orgullo social. Tarde se dio cuenta de que en realidad se trataba de la boda de su amado pero con otra, una dama principal y rica venida de la península ibérica, española de nacimiento. La tenía a su lado entrelazando sus manos a los dedos de su cónyuge delicadamente, como lo había hecho con ella en la ribera del Río Blanco.
Muerta en vida por ese espantoso dolor le reclamó al español su proceder y éste la llevó a rastras hacia el patio donde la pateó sin piedad hasta hacerla sangrar por la boca y nariz. A los invitados les explicaría que era una antigua y molesta sirvienta que experimentaba locuras temporales. La fiesta siguió como si nada y la mestiza herida en lo más hondo llegó a su casa, agarró del brazo a sus dos hijos y en el río de referencia hundió primero al pequeño ante los gritos desgarradores de la nenita, la cual suplicaba por su hermanito y por ella misma. La niña sufrió la misma suerte y una vez que la mestiza consumó sus crímenes se quitó la vida con un puñal que traía al cinto y por ello vaga por los cielos de México y Centro América desde hace quinientos años por todos los lugares donde haya machismo, clasismo, racismo, violencia intrafamiliar y psicológica, soltando su potente y horrendo grito.
La Llorona pues, es una historia de dolor, de violencia infantil y conyugal, de abuso de los más poderosos contra los débiles, de engaños y traición. Mientras haya un niño maltratado o una mujer violentada en nuestro México, La Llorona seguirá gimiendo. Gracias Ariamy. Les vendo un puerco antropológico y psicológico.