Mi amigo periodista y pintor urbano, Víctor Manuel Sánchez Bandala, me encargó presentarle una obra suya cuyo título original versaba sobre La Tierra, su contacto con el hombre y el de éste con los cuatro elementos universales. Yo pensé que el inmigrado a Querétaro el 8 de diciembre de 1980 (se vino por la muerte de John Lennon en la Gran Manzana, como si el asesinato del ex Beatle hubiera ocurrido en el Zócalo chilango), había terminado un texto sobre su nueva tierra: la magnífica Sierra Gorda, donde ha encontrado madurez profesional y paz interior, y que es rica en cuanto al estudio y práctica de la meditación sobre la tierra, fuego, aire y agua.
Pero no, al adentrarme a la obra de ciento veintitrés páginas me di cuenta de que se trataba de una novela muy documentada sobre la vida y obra de uno de los personajes queretanos más influyentes en el siglo XIX local: Don Atilano Aguilar, amado lo mismo que temido; adorado lo mismo que despreciado por la jerarquía eclesiástica; deificado por el pueblo y execrado por los médicos tradicionalistas
Dotado de poderes que sus ancestros y dioses ancestrales le habían proporcionado, sin hacer a un lado su gran devoción a la Santísima Cruz de los Milagros de Querétaro, se puede decir que siempre utilizó los mismos para mejorar a individuos en particular y a comunidades en general, sobre todo las de ascendencia indígena.
Si es admirable que Víctor Sánchez Bandala haya incurrido como periodista en el cerrado mundo de los ritos indígenas queretanos, lo es más que haya obtenido tanta información sobre el linaje de don Atilano desde su abuelo Genaro de Verónica Aguilar, español cantábrico treintañero llegado a Tolimán, donde casó con la india otomí Flor María Santiago de tan solo catorce años. También nos lleva Sánchez Bandala a la identificación del padre de don Atilano: don Antonino.
En esta mezcla de español con otomí de Tolimán Atilano escogió ser formado por sus tíos y abuelo tolimanenses, aunque si bien aprendió el español –además del otomí- y llegó a conocer a su ancestro hispano y platicaba mucho con él, tuvo que marcar distancia cuando el viejo lo regañaba por andar practicando la herbolaria y la medicina homeopática o naturista en lugar de cuidar el ganado y atender el gran almacén familiar, fuente de la riqueza en ese semidesierto queretano, donde se surtían los ricos y pobres de la región.
Pero el destino de Atilano Aguilar ya estaba marcado por ese no sé qué que llamamos niño interior, golpe de estado en la sangre o corazonada o intuición. Así las cosas, con sus conocimientos a cuestas, se traslada a la llamada “Zona Sagrada” y trepa el cerro de El Frontón en Tolimán, asciende el cerro de El Zamorano en el viejo Tolimanejo (hoy Colón) y sube a la Peña en el entonces municipio de San Sebastián Bernal, y como Moisés en El Sinahí o como Cristo en el Monte de las Tentaciones, recibe la confirmación de su verdadera vocación: Danza, Magia y Tradición.
Con ese mensaje ancestral decide entonces sí llegar a la gran Jerusalén de América, la ciudad de Santiago de Querétaro y lo primero que hace es ir a visitar a la Santa Cruz de los Milagros en el antiguo cerrillo de Sangremal, donde se decide quedar a vivir; pero como no le alcanzaba para comprar un lote cerca del icónico templo y sueño de sus sueños, ahorra lo suficiente para adquirir un terreno en San Francisquito, pero no pudo comprar en la ladera rica del mismo que es la que da a la actual avenida Zaragoza; no, no y no. Con mucho esfuerzo se hizo de un terrenote en el lado pobre del barrio brujo de San Francisquito y que es el que mira hacia el Sur, es decir, hacia El Cimatario, contemplando la peregrina hacienda de Callejas propiedad de los muy ricos Samaniego.
Con el paso del tiempo construyó allí su hogar nupcial y su cuartel general y después de una larga meditación junto a las brasas y un viejo huizache en compañía de su esposa y de “compadritos” fue capaz de organizar a los danzantes concheros en torno a la Santísima Cruz en 1852 como Jefe de Mesa, pero es hasta 1872 que recibe el reconocimiento de Cacique General de Danza, máxima distinción en el ambiente, mismo que vinieron a conferírselo caciques de Tlaxcala, San Francisco del Rincón y del Estado de México, así como de la antigua Tenochtitlán.
Sus admiradores y detractores le otorgaban poderes de nagual y hubo gente que se atrevió a decir que lo vieron convertirse en perro, víbora, lobo, coyote y hasta en un poderoso pájaro que podía surcar los cielos nocturnos queretanos. Como buen hechicero tenía poderes de luz, pero también podía observar el inframundo para así poder curar a sus pacientes diagnosticándolos desde el bombeo de la sangre de éstos.
También Sánchez Bandala se atreve a hacer unas interesantes disquisiciones históricas de cómo Atilano Aguilar, orgullosos y garboso con su camisa y pantalón de manta intensamente blancos tuvo relaciones profesionales y de amistad al mismo tiempo con el general José María Arteaga y Tomás Mejía, y ya más tarde con el presidente de la República Porfirio Díaz.
Víctor Manuel Sánchez Bandala comienza su interesante obra transcribiendo la opinión que de don Atilano Aguilar tenía el historidaor que primero escribió sobre él en sus “Leyendas y Tradiciones de Querétaro”, don Valentín Frías, mismo que no bajaba a don Atilano Aguilar “de viejo dado a diabólicas quimeras que con brujas y hechiceras estaba siempre en consejo”.
El Vándalo de mi amigo Bandala nos rompe el corazón y nos roba la atención de principio a fin, sobre todo cuando allá por 1890 don Atilano presiente su fin al sentir hervir su sangre y la envidia de sus propios colegas brujos, lo que le resta poderes y vitalidad, por lo que se viste rápidamente y sale de su casa y tal cual Quetzalcóatl no regresó nunca más y nadie supo donde paró su postrer viaje. Él es Dios.