La personalidad política se define de muchas maneras, pero nada describe o desentraña la verdadera personalidad de un político (con sus virtudes o su patología), como las palabras con las cuales respalda esos actos.
Para comprender a Julio César no se necesita leer sus comentarios a la Guerra de las Galias. Basta con recordar aquello de vine, vi y vencí o ¿tu también Bruto? En esas frases se contiene una biografía.
Si queremos entender el fracaso de una economía recordamos a López Portillo cuando creía en la canina defensa de la moneda y se autoexculpaba diciendo, soy responsable del timón, no de la tormenta. Se hundió con todo y chalupa.
Vicente Fox evadía el cumplimiento de su autoridad con el ridículo: ¿y yo por qué?
En los días corrientes, cifrar todos los absurdos del actual jefe del Ejecutivo, sus defıniciones equivocadas o sus desplantes de infinita arrogancia, llenaría volúmenes enteros, pero posiblemente el gesto de hace unos días en el lamentable diálogo con la corresponsal del New York Times, Natalie Kritoeff, quede para la historia universal de la soberbia.
–¿Volvería a presentar un teléfono privado de uno de nosotros?
–Claro, claro, claro, cuando se trata de un asunto en donde está de por medio la dignidad del presidente de México.
–¿Y qué hacemos con la ley de transparencia, señor presidente?
–No, por encima de esa ley está la autoridad moral, la autoridad política.
“…Y yo represento a un país y represento a un pueblo que merece respeto, que no va a venir cualquiera —porque nosotros no somos delincuentes, tenemos autoridad moral— no va a venir cualquier gente que, porque es del New York Times y nos va a poner, nos va a sentar en el banquillo de los acusados. Eso era antes, cuando las autoridades en México permitían que los chantajearan; ahora no. Ahora nos tienen que respetar porque somos autoridad legal, legítimamente constituida, surgida de un movimiento democrático.
“Y en México hay libertades, que no las hay en Estados Unidos, ¿eh? (…)
–(…)¿Va a revelar nuestros teléfonos?
–No, estoy planteando que mejor devuelvan la Estatua de la Libertad a Francia, o que nos las manden acá, a México, porque aquí sí hay libertades (…).
–(…) Si usted me está diciendo que no importa lo que diga la ley de protección de datos personales o de la protección de datos…
–No, es que por encima está la libertad, por encima de eso está la libertad.
–Entonces, ¿por encima de cualquier ley está la moral que usted establezca para su gobierno?
–No puede haber un reglamento, no puede haber ninguna ley por encima de un principio sublime, que es la libertad. Prohibido prohibir.
— O sea, ¿no se arrepiente? Estoy asombrada, señor presidente…
–Sí, bueno, ¿y mi derecho?, ¿y mi derecho?
–Pero, entonces, ¿vamos a dar a conocer su teléfono celular?
–No, no, no. ¿Y el derecho a la calumnia? ¿Él tiene derecho, ella tiene derecho calumniarme a mí, a mí familia, a mis hijos, pero, además, sin una prueba (…)?
— Si le pasa algo, ¿a quién hacemos responsable?
–No, no, no exagere. Mire, si la compañera está preocupada porque se dio a conocer aquí su teléfono…
— Sí, sí está preocupada.
— Que cambie su teléfono, otro número, ya…
— Pero es que podría ser para cualquiera de nosotros, señor presidente.
–No, no, no (…).
— (…) Ustedes se sienten bordados a mano, como una casta divina, privilegiada. Ustedes pueden calumniar impunemente, como lo han hecho con nosotros, como se hizo ayer, como lo dimos a conocer ayer, y no los puede uno tocar ni con el pétalo de una rosa…”
Para la historia. No podía ser de otra manera: es una declaración congruente de quien califica la ley como un cuento en cuyo final feliz, sólo él triunfa.