Cada 23 de abril, los libros salen al mundo como si fueran jugadores listos para saltar al campo. Y no es casual. Es un día sagrado para los que creen en el poder de las palabras, en su capacidad para acariciar, conmover, desarmar. El Día del Libro no nació en una oficina ni fue ideado por burócratas: nació de la muerte. De la despedida de dos gigantes de las letras —Miguel de Cervantes y William Shakespeare— que, curiosamente, partieron de este mundo el mismo día de 1616. Aunque el calendario se empeñe en diferenciar sus fechas reales, la emoción de su legado los hermanó para siempre.
Fue en 1995 cuando la UNESCO eligió el 23 de abril como la fecha oficial para celebrar el libro y los derechos de autor. Pero mucho antes, en Cataluña, ya lo sabían. Allí, desde los años veinte, el día de Sant Jordi —el caballero que venció al dragón con una rosa y una espada— se transformó en un ritual bello: regalar una flor y un libro. Una metáfora perfecta. Porque eso es un libro: un combate noble contra la oscuridad. Y también, como el fútbol, una celebración de lo humano, de lo que nos mueve y nos emociona.
¿Y cómo no hablar de fútbol, si también él ha sido contado, narrado, cantado? Hay libros que son como goles de último minuto. Crónicas que suenan a cánticos de tribuna. Ensayos que analizan sistemas tácticos como si fueran tratados filosóficos. Biografías que nos muestran que los héroes también lloran, también dudan, también caen y se levantan.
Cuando uno lee a Galeano, y descubre que el gol es “el orgasmo del fútbol”, entiende que la literatura no solo está en las bibliotecas, también está en los estadios. Cuando Villoro escribe que el hincha es un creyente sin pruebas, lo hace con la pluma del poeta y el alma del jugador. Cuando Fontanarrosa se ríe de nuestras manías futboleras, lo hace desde el amor más puro por el juego.
Hoy, Día del Libro, recordamos a Cervantes, ese maestro que nos dejó a Don Quijote para enseñarnos a soñar con molinos imposibles. Y también a Shakespeare, que convirtió el lenguaje en un campo de batalla emocional. Pero también, recordemos a todos los que con una pelota y un cuaderno nos han enseñado que el fútbol también se lee, se escribe, se llora.
Que en cada librería haya libros de fútbol. Que en cada biblioteca haya espacio para las camisetas firmadas. Que los jóvenes que sueñan con ser futbolistas también sueñen con escribir su historia, su propia historia escrita con sus pies y pasión.
Porque el balón también rueda entre páginas. Porque hay partidos que se juegan en silencio, entre párrafos. Porque las letras, como el fútbol, tienen algo de magia, algo de calle, algo de eternidad.
Hoy celebramos a los libros. Y en especial, a esos que huelen a pasto, a vestuario, a gol. Esos que nos recuerdan que soñar —con palabras o con pelotas— siempre será el acto más valiente. Que las letras y el balón, sigan rodando y que se siga escribiendo poesía en las canchas.







