Ariel González Jiménez
A estas alturas no hacía falta que lo dijera, pero en previsión de que la ingenua hipótesis de que apenas tenga la banda presidencial en su pecho cambiará de rumbo haya sembrado alguna duda, la virtual presidenta electa Claudia Sheinbaum sintió la necesidad de reiterarlo ante el propio Presidente durante un acto en Sayula de Alemán el domingo pasado: “Hoy vengo aquí, a Veracruz, al sur de Veracruz, a decirles que no vamos a traicionar, que vamos a seguir con el legado del mejor presidente de México, de Andrés Manuel López Obrador, que no va a haber marcha atrás, que no va a haber traiciones, que vamos a seguir caminando con el pueblo de Veracruz y con el pueblo de México”.
De inmediato, el Jefe del Ejecutivo respondió con expresiones por demás halagüeñas, muy en la retórica de la 4T: “Preparada, con experiencia, incorruptible, de las que prefieren dejarle pobreza a los hijos, pero no deshonra, honesta […] Por eso estoy muy contento. Ya hasta quisiera yo que fuera el día de entregarle la banda. No hay ningún problema pendiente, no hay, afortunadamente, nada que temer, van muy bien las cosas”.
Las giras que vienen realizando Sheinbaum y López Obrador comenzaron bajo la idea de celebrar la victoria y agradecer el voto, pero han ido adquiriendo un cariz muy diferente. Inauguran obras juntos y ella figura como parte de su gobierno, alguien muy importante sin duda porque está siempre a su lado, pero claramente como subalterna. Es, si acaso, la funcionaria estelar de un gobierno que no parece que esté terminando, sino, a lo sumo, reciclándose.
El discurso de Claudia Sheinbaum apenas si ha sufrido cambio alguno. La campaña la hizo de la mano de la popularidad del Presidente, aludiendo permanentemente a sus logros y grandeza, pero también sirviéndose, descaradamente, de toda la fuerza de su aparato de gobierno; ahora, luego de su victoria y ya casi como Presidenta electa, sigue dependiendo de la agenda, discurso y –por lo que se ve– las instrucciones de quien en los hechos parece ser el personaje central del nuevo gobierno, aquel que le impone funcionarios y que la lleva a la inauguración de sus obras más cuestionadas e inservibles, como la refinería de Dos Bocas.
Más allá de algunos posicionamientos “esperanzadores” –supuestos matices en la reforma del Poder Judicial o la posible postergación del aniquilamiento de los organismos autónomos–, que terminan siendo meros distractores, no existe por parte de Claudia Sheinbaum ninguna intención real de modificar el rumbo en lo que hace al desmantelamiento definitivo de los contrapesos e instituciones democráticas del país. Tampoco, desde luego, piensa dar marcha atrás en la ilegal sobrerrepresentación que su partido que su partido piensa concretar con el apoyo de la consejera presidenta del INE (otra mujer en deuda con el patriarcado), Guadalupe Taddei.
Estamos, pues, ante el alumbramiento de un nuevo régimen autoritario donde de forma inédita el final (formal) del sexenio está siendo sólo un puente para la continuidad de López Obrador y su clan familiar y de amigos. Se me dirá que ella es parte de ese clan, y por supuesto que lo es, pero en ningún guión del presidencialismo contemporáneo estaría escrito que lo fuera como personaje secundario o simple marioneta.
Lo siento por las feministas que destacan, ilusionadas, la llegada de una mujer por primera vez a la Presidencia de la República, pero a esta presidenta el patriarcado obradorista no le ha asignado otro papel más que el de ser instrumento –y ella misma lo está asumiendo así– de un tipo de continuidad que el presidencialismo mexicano no experimentaba desde hace casi un siglo: el Maximato.
El modus operandi del presidencialismo callista que devino Maximato fue, como se sabe, ejercer el poder detrás de títeres como los presidentes Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez. El general Lázaro Cárdenas consiguió romper con este esquema y puso en un avión a don Plutarco. En lo sucesivo, los presidentes dejaban su cargo y, para mal o para bien, sobrevenía el natural distanciamiento, cuando no ruptura, de su sucesor. Pues bien, la lógica del presidencialismo que surgió con Cárdenas –así como la estructura republicana que la sustentaba y que fue abriendo paso lentamente a la transición democrática del país– está por ver su final o, en el mejor de los casos, entrar a un largo y penoso paréntesis con la voluntaria sumisión de Claudia Sheinbaum y la determinación de López Obrador de ser el ángel tutelar del nuevo régimen.
Incluso si mañana la próxima presidenta se diera cuenta de todos los riesgos que corre (su gobierno y el país) aceptando tal cual el legado obradorista, me temo que sería demasiado tarde. Los principales hilos del nuevo régimen militarizado, opaco y autoritario que viene, los tiene el actual Presidente y se los va a llevar consigo después de que le entregue a Claudia Sheinbaum la banda presidencial, reducida a un pedazo de tela sin valor, equivalente farsesco del bastón de mando que un día le obsequiara sin advertirle que él tenía otro, el verdadero.
@ArielGonzlez / FB: Ariel González Jiménez