El presidente Andrés Manuel López Obrador tiene previsto viajar próximamente a Centro y Suramérica, en lo que será su primera gira internacional después de dos visitas a la Casa Blanca. No se conocen aún detalles de qué países visitará o qué hará, aunque en cualquier caso, será un viaje del que se puede anticipar, por su desinterés y desconocimiento del mundo, que tendrá más que ver con la política doméstica mexicana y la propaganda palaciega, que con un esfuerzo real de fortalecimiento de la política exterior.
Las relaciones exteriores no están en la órbita estratégica de López Obrador, y lo ha demostrado de manera sistemática a través del manejo de sus nombramientos diplomáticos. No es algo nuevo ni tiene que ver únicamente con las recientes designaciones torpes e insultantes en el Servicio Exterior, sino que se arrastran hace buen tiempo, donde las embajadas han servido como nido para funcionarios con quienes ya no sabe qué hacer, o como pago sentimental a viejas amistades, como ha sucedido con tres de las representaciones más importantes, Estados Unidos, Reino Unido y Francia.
A Washington envió a Esteban Moctezuma, cuyo trabajo como secretario de Educación ya había fastidiado al presidente. Moctezuma fue una elección que hizo de manera apresurada y coyuntural, cuando Martha Bárcena, su antecesora, le anunció que renunciaría al cargo. López Obrador ocultó el nombramiento de Moctezuma al canciller, hasta el último momento, y todavía queda la duda si Ebrard se enteró, como el resto de los mexicanos, cuando lo anunció en la mañanera.
López Obrador le ofreció a Bárcena la embajada en Francia, pero al declinar, decidió otro nombramiento que le urgía resolver, el de Blanca Jiménez, la directora de Conagua de quien había recibido una fuerte crítica por parte del gobernador del estado de México, Alfredo del Mazo, porque había tomado decisiones sobre cuotas y recortes de agua que habían afectado a su entidad. El presidente le regaló la embajada en París porque ella se la pidió para estar cerca de sus hijas, que estudian en ese país. Jiménez sustituyó a un respetado diplomático, Juan Manuel Gómez Robledo, a quien Ebrard le había dicho que no iba a mover.
Algo similar sucedió con la embajada ante el Reino Unido, que estuvo acéfala y manejada por una encargada de negocios durante 25 meses, pese a ser una de las naciones con quienes se tiene una de las principales relaciones económicas. López Obrador no había volteado a esa nación hasta que sacó de la congeladora a Josefa González Blanco, más de un año y medio después de haber renunciado como secretaria de Medio Ambiente por un escándalo que estalló cuando pidió que detuvieran un vuelo para que pudiera llegar a tiempo. Como en el caso de Jiménez, ella pidió ir a Londres para estar cerca de sus hijas, que viven en esa capital.
Ninguna razón estratégica estuvieron detrás de esos nombramientos, sino motivos personales del presidente. Las relaciones con esos gobiernos quedaban subordinadas a sus necesidades políticas internas y coyunturales. Eso sucedió también en España, cuando la embajadora, miembro del Servicio Exterior, María Carmen Oñate, se enteró que su paso por Madrid sería efímero, porque un año después de presentar sus cartas credenciales, se enteró por la mañanera que López Obrador había decidido nombrar a Quirino Ordaz, gobernador saliente de Sinaloa. Ese relevo no se ha concretado porque en el quid pro quo de maltrato con el Palacio de la Moncloa, España no ha concedido el beneplácito a Ordaz.
Nada ha tenido que ver Ebrard en estos nombramientos, sistemáticamente relegado por el presidente y sobrepasado por la esposa de López Obrador, Beatriz Gutiérrez Müller, que ha jugado un papel crucial, por ejemplo, en el distanciamiento con España, al ser ella la autora intelectual de la solicitud de perdón de la corona española, o como cuando en la pasada reunión de embajadores y cónsules, tenía previsto pedirles, entre otras cosas, la promoción del libro “Historia del Pueblo Mexicano”, donde se enaltece al gobierno de López Obrador y se busca un adoctrinamiento ideológico de su proyecto. No pudo concretar su propósito porque estuvo cuidando al presidente de su segundo contagio de covid.
Sin embargo, Gutiérrez Müller empujó a Eduardo Villegas, que como coordinador de Memoria Histórica y Cultural de la Presidencia, fue el responsable del libro, al cargo de embajador en Rusia, recientemente anunciado por López Obrador, sin que Ebrard tuviera capacidad de voto o de veto. Rusia es una de las naciones con quienes se debería de haber buscado un profesional capaz de poder entender y navegar a puerto seguro en la batalla geoestratégica en la que se encuentra embarcado el Kremlin contra la Casa Blanca, pero una vez más, la lógica internacionalista del presidente es completamente tropical, y responde a su agenda personal.
Tal es el caso de Pedro Salmerón, el nombramiento más controvertido de todos, por las denuncias de acoso sexual de estudiantes del ITAM, donde fue profesor, y de simpatizantes de Morena, durante la campaña presidencial. Salmerón fue designado como embajador en Panamá, lo que provocó una catarata de críticas. El griterío ayudó a ocultar otros nombramientos, como el de Laura Esquivel, la admirada escritora de “Como Agua para Chocolate” y morenista de hueso guinda. Irá como embajadora a Brasil, la primera economía latinoamericana que tiene en Itamaraty la cancillería más sofisticada de la región, y que tendrá elecciones presidenciales en octubre. Brasil ha tenido representantes políticos, varias mujeres distinguidas, con oficio y profesionalismo.
Pero este no es el caso del gobierno, donde López Obrador no busca ni oficio ni profesionalismo, sino acomodos que resuelvan temas particulares. El daño que le está haciendo a la política exterior, dijo recientemente la embajadora Olga Pellicer, se contabilizará en años. A López Obrador no le importa el mundo, y carece de conocimiento y visión estratégica que frene la demolición de lo que otrora fue orgullo nacional. La mejor política exterior es la interior, ha dicho, aunque en su caso, esa política es personal.
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