Los movimientos sociales radicales convierten las verdades a medias en verdades absolutas. Los neozapatistas, por ejemplo, se jactaban de que la resistencia de los pueblos indígenas era la más antigua, la más firme, la más perseverante. Pero sólo es cierto hasta determinado punto. El siglo XVI registra tanto la resistencia como las traiciones de los caciques, las alianzas con los conquistadores, la emulación del modo español de vida que a muchos nativos pareció superior y los acomodamientos de prácticas sociales que hoy pueden ser vistas como prolongaciones de cultura indígena. La conquista fue devastadora. Destruyó los cimientos espirituales de los pueblos indígenas, aniquiló sus dioses. En todo caso, la fe autoritaria del catolicismo se avino a ciertas formas sincréticas para asegurar la dominación de los nuevos amos. Los indígenas vivieron penosamente la pérdida del antiguo orden y lo idealizaron. Fue la manifestación de un duelo colectivo. De la memoria herida emanó la utopía negada por la catástrofe. Lo que han podido conservar es el fruto de esa añoranza, pero también de la marginación y del racismo. Las exigencias del neozapatismo, más que dejar constancia de la continuidad de la memoria colectiva de los indígenas, pusieron de manifiesto la eficaz difusión de una ideología multiculturalista, que enfatizó el valor de la diversidad y, por ende, de las diferencias. Pues, ¿qué memoria se mantiene activa en mitad de una miseria que calcina todo recuerdo? En plena bancarrota del liberalismo, la inconformidad se nutre de la carroña del pasado. La imaginación etnomaníaca obra el milagro de resucitar lo ancestral como la imagen del Bien. Atroces sistemas de dominación aparecen ante nuestros ojos como sociedades fraternales, armoniosas, democráticas, que se semejan la Ginebra deseada por Rousseau.
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¿Mal romántico? A propósito de éste, Croce escribía: “se buscaba la fe y la beatitud en modos de vida diversos y señaladamente en la restauración de las edades pasadas. Y dado que el pasado más próximo, el ancien régime, todavía estaba demasiado claro en los recuerdos, demasiado preciso en los límites y nada dócil a la idealización y a la sagrada sublimación, el anhelo se trasladó al pasado más remoto, y– también en este caso por efecto de los estudios, que buscando restablecer la continuidad del desarrollo histórico, habían indagado y entendido mejor la Edad Media– a la edad medieval, en la que se veían o atisbaban sombras como si fueran cosas sólidas, maravillas de fidelidad, de lealtad, de pureza, de generosidad…”.
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En una clínica a la que acudo para una rehabilitación de mi columna vertebral, veo mujeres indígenas con sus pequeños inválidos. Me pregunto qué les dicen palabras como identidad y autonomía. Supongo que como la mayoría de los seres humanos no ven más allá de su nariz. Quieren sólo el pan a la mesa, la educación, la salud y el techo seguro para sus hijos. Como cualquier ciudadano, esperan el respeto, el trato amable, la consideración que merece su sufrimiento. La igualdad pesa aquí infinitamente más que las diferencias.
Hoy día, de nuevo nos encontramos con la etnomanía maniquea, con la idealización de las comunidades que fueron y siguen siendo machistas. El gobierno de la ciudad de México puede cubrir de esculturas que rinden tributo a la mujer indígena, pero no serán sino de la metáfora del silencio.