Hace algunas semanas, compré un pequeño plato japonés de porcelana para una amiga que goza de esas texturas un poco repulsivas a mi tacto. En el reverso de la baratija se anota Hecho en el Japón ocupado. ¿Se trata del testimonio de la ignominia que quisieron dejar los orgullosos nipones? Ocupación y derrota no cabían en esas almas acostumbradas a vivir un aislamiento milenario, dueñas de sí, y, entre otras cosas, de sus abundantes selvas.
Takeshi Umehara, prominente hombre de la cultura japonesa del siglo XX, nos da cuenta de esa experiencia traumática y de la búsqueda intelectual que inició en 1945 en mitad de aquella atmósfera de ruinas y muerte. Occidente no le ofrecía nada; leyó a Nietzsche y Heidegger sólo para comprobar su vacuidad. Volvió los ojos a su propio país, a todo aquello que, por ancestral y poderoso, había sobrevivido la fatiga de noches innumerables: la religiosidad autóctona del Shinto, las influencias budistas, los ecos del confusionismo; éticas y estéticas que, entreveradas, fundamentan certezas para animar la continuidad de la vida. Pues si el mutualismo da pie a una ética de la relación con el “otro” y con la naturaleza que engendra responsabilidades y pasiones creadoras, el haiku– arte del momento fugaz– atrapa el ciclo eterno del espíritu, de suerte que ambas– tomadas como verdades– alimentan el efluvio vital.
De hecho, las crisis suelen producir la tentación de mundos alternativos, ideas como el de Umehara. Pero la identidad como la recuperación de un pasado idílico y maravilloso sólo evidencia el drama del presente raído; puede crear un objeto poético que por serlo se aleja de lo real, de la experiencia insoportable. En una invención del espíritu que, en hábiles plumas, destila sueños como Visión de Anáhuac de nuestro Alfonso Reyes, para quien aquella vegetación del México precolombino es un nuevo “arte de la naturaleza”, mientras los hombres, frutos de su asombrada imaginación, se le aparecen como unos “delicados juguetes”.
Y aunque Reyes nos asegura que no es de aquéllos que sueña en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, no deja de insistir en que nos une con el pasado ese misterioso afán de dominar la misma materia, la común emoción ante un idéntico paisaje. Pero ¿Cuál es el valor práctico de esa unión con el pasado, de la sensibilidad compartida que surge de ese encuentro con la misma belleza, si ésta puede conservarse merced a otras depredaciones o bien ha sido destruida irremediablemente? Umehara oculta que Japón conserva sus prodigiosas selvas gracias a la explotación de los bosques de Malasia; Reyes no tuvo tiempo para comprobar que el valle cedió su lugar a la inmensidad urbana de la ciudad de México, extraño caso de sobrevivencia casi milagrosa del fracaso moderno. El nacionalismo de Umehara es arrogante y estéril; el de Reyes, literario.