La palabra karma proviene del sánscrito. Con ella se suele explicar ciertos dramas tales como la reacción de las acciones buenas o malas realizadas en el pasado más o menos inmediato. Pensemos en la necedad del Primer mandatario en no usar cubrebocas, amparado en el disparate lisonjero de López Gatell de que su jefe es una ‘fuerza moral’, o en el desvarío del propio presidente en el sentido de que si se es incorrupto ahuyenta el ‘coronavirus’. El caso es que, pese a su fuerza moral, se ha contagiado ya dos veces, amén de haber contagiado a personas cercanas a él. Así, la superchería se ha convertido en su karma. Pues que este se encarga de que las acciones tengan un retorno del mismo hacia quienes las han hecho.
Lo mismo sucede con sus erráticas decisiones. Más temprano que tarde se habrá de revertir la determinación de entregar la administración de su sueño megalomaniaco del llamado Tren maya a un tal Mier que apenas ha cursado estudios de preparatoria o de tener que cubrir el costo de las expropiaciones dado el mal trazo de las vías, o de verse obligado a pagar millones por imprevistos. Y lo mismo con la refinería de Dos Bocas, que amén de inundarse un día y otro también, pronto se habrá de convertir en chatarra, dado que las grandes empresas automotrices transitan rápidamente hacia una movilidad sustentada en la electricidad, dejando atrás las gasolinas.
Pero el karma mayor, por así decirlo, es el de la tacañería en la vacunación. Pues mientras en pauses más pobres que el nuestro los niños reciben la vacuna a temprana edad: 3, 5 u ocho, en el nuestro se difiere hasta los 15 años. Y todo para financiar sus megaproyectos. Ese sacrificar la salud en bien de las futuras generaciones es aberrante. Y habrá de revertirse inevitablemente.
Aunque él, dueño de la verdad, lo ignora. Porque no ha logrado comprender el mundo en que vivimos… Por fortuna, repito una vez más, nada ni nadie es para siempre.