El 15 de septiembre de 2025, mientras el país se preparaba para el tradicional Grito de Independencia, la presidente Claudia Sheinbaum aprovechó la solemnidad de la fecha para enviar al Senado una iniciativa que busca modificar tres piezas clave del entramado jurídico mexicano: la Ley de Amparo, el Código Fiscal de la Federación y la Ley Orgánica del Tribunal Federal de Justicia Administrativa. A primera vista, la propuesta se presenta como un esfuerzo por modernizar y agilizar los procesos judiciales. Pero al analizarla con detenimiento, el panorama cambia: estamos ante un proyecto con un fuerte sesgo “pro-autoridad”, que erosiona el carácter protector del juicio de amparo y restringe derechos humanos fundamentales.
El amparo es la piedra angular del constitucionalismo mexicano ha sido el instrumento que permite a cualquier ciudadano defenderse frente a actos arbitrarios del poder público. Una herramienta moderna y cercana a los estándares internacionales, alineada con la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
La iniciativa de Sheinbaum, sin embargo, retrocede en varios frentes. Introduce restricciones, eleva umbrales y fortalece a la autoridad frente al ciudadano. En un país donde los abusos del poder no son episodios aislados, sino prácticas frecuentes, estos cambios amenazan con dejar en la indefensión a miles de personas.
Los cambios más relevantes que propone esta ignominia reforma incluyen al Interés legítimo que exigirá que la lesión denunciada sea “real, actual y diferenciada” y que la anulación cause un “beneficio cierto, directo y no hipotético”. Esta redacción endurece el estándar de procedencia, acercándolo peligrosamente al interés jurídico clásico, y cierra la puerta a litigios colectivos o de interés difuso, como los ambientales, de competencia económica o de transparencia.
La suspensión —figura cautelar clave— se transforma en un mecanismo más restrictivo. Se añaden causales de improcedencia vinculadas al “orden público”, se prohíben suspensiones con efectos generales y se condiciona su vigencia a la exhibición de garantías en plazos rígidos. Incluso se amplía la prohibición en materia de telecomunicaciones y competencia económica.
La ampliación de la demanda ahora se propone que sólo proceda en supuestos tasados. Con ello se prohíbe reaccionar ante actos conexos descubiertos después, debilitando la posibilidad de dar una respuesta integral a violaciones continuas. También se propone fijar nuevas reglas de celeridad, que permite que la sentencia tarde hasta 60 días naturales después de la audiencia constitucional. Es decir, dilación en el fondo.
En materia fiscal, en la ejecución de créditos firmes, el amparo solo procedería hasta la convocatoria de remate. Ello difiere el control judicial hasta que el daño es prácticamente consumado. Respecto del cumplimiento de sentencias, ahora las multas por incumplimiento se trasladan del funcionario responsable al órgano público. Además, se permite alegar “imposibilidad jurídica o material” para eximirse de responsabilidad. Esto, en la práctica, incentiva el desacato: las sanciones se pagarían con recursos del erario, es decir, con dinero de los contribuyentes.
Todo ello genera riesgos para los derechos humanos, entre los más graves destacan: la limitación en al acceso a la justicia, el estándar de “beneficio cierto y directo” limita la posibilidad de defender intereses colectivos. Casos emblemáticos como la defensa ambiental frente al Tren Maya o la exigencia de medicamentos en el sistema de salud quedarían en la orilla.
La reducción de la tutela cautelar efectiva. La suspensión, concebida como escudo frente a daños irreparables, se vacía de contenido. El uso expansivo del concepto de “orden público” permitirá negar la protección en áreas sensibles como congelamiento de cuentas, deuda pública o revocación de concesiones.
En materia fiscal, la prohibición de amparo hasta la etapa de remate contradice el principio de prevención del perjuicio irreparable. Los contribuyentes enfrentarán daños consumados antes de poder acudir a un juez.
En el cumplimiento de sentencias, al eximir de responsabilidad personal a los funcionarios y trasladar las multas al presupuesto público, se debilita la fuerza obligatoria de las resoluciones judiciales. En casos como el incumplimiento de suspensiones en el Tren Maya, la iniciativa prácticamente legaliza la contumacia.
Sin duda es un paso más atrás en la evolución constitucional. Desde la reforma de 2011, la justicia constitucional mexicana había dado pasos importantes hacia un modelo más garantista, con apertura a los derechos colectivos y una visión pro persona. Esta iniciativa representa un giro de 180 grados en sentido negativo.
El discurso oficial insiste en que los cambios buscan evitar abusos, impedir que los amparos frenen proyectos de interés público y garantizar la eficiencia administrativa. Sin embargo, en democracia constitucional, la eficiencia del gobierno nunca puede estar por encima de la protección de los derechos fundamentales.
La iniciativa no se limita a perfeccionar procedimientos: redefine el equilibrio entre autoridad y ciudadano en favor del poder. Y lo hace en un momento en que el Ejecutivo concentra cada vez más facultades, tras las reformas para elegir jueces y ministros mediante voto popular y la reducción de contrapesos institucionales.
El rostro autoritario del Estado se devela. Lo más preocupante no son los tecnicismos procesales, sino la visión de Estado que subyace. Un Estado que limita el acceso al amparo, que condiciona la suspensión, que pospone la justicia fiscal y que relativiza la obligación de cumplir sentencias, es un Estado que asume rasgos autoritarios.
El mensaje es claro: los grandes proyectos de infraestructura, las decisiones fiscales y las políticas públicas no deben ser detenidas ni cuestionadas por jueces incómodos ni por ciudadanos que reclamen sus derechos. En otras palabras, la iniciativa busca blindar al poder frente al escrutinio judicial.
La historia constitucional enseña que cada vez que se debilita el amparo, se fortalece el autoritarismo. Ocurrió durante el Porfiriato, cuando la justicia federal era cómplice del régimen; y se intentó en el México posrevolucionario, cuando se restringió la procedencia del amparo para consolidar la hegemonía presidencial. Hoy, bajo la bandera de la Cuarta Transformación, se repite la historia.
Lo que está en juego no es menor, ni puede compensarse con cheques ni becas del Bienestar. La iniciativa de Sheinbaum no es una simple reforma procesal: es una redefinición del modelo de justicia constitucional en México. En juego están el derecho de acceso a la justicia; la efectividad de las medidas cautelares, clave para evitar daños irreparables; la fuerza obligatoria de las sentencias de amparo, que podría diluirse hasta la inoperancia; y, la protección de intereses colectivos, cada vez más relevante en un país marcado por crisis ambientales, de salud y de transparencia.
El juicio de amparo debe ser defendido; no pertenece a un gobierno, ni a un partido, ni a un presidente. Es patrimonio democrático de los mexicanos, conquista histórica de generaciones que lucharon contra el abuso del poder. Limitarlo es limitar a la ciudadanía misma.
La iniciativa se disfraza de modernización, pero en realidad representa un retroceso peligroso. De aprobarse sin cambios sustanciales, consolidaría un modelo de justicia constitucional subordinada al Ejecutivo, justo lo contrario de lo que exige una democracia moderna.
Hoy más que nunca corresponde a la sociedad civil, a la academia, a los colegios de abogados y a los propios jueces levantar la voz. No se trata de tecnicismos legales: se trata de decidir en qué país queremos vivir. Uno donde el ciudadano pueda mirar al Estado de frente, con la certeza de que hay un juez que lo protege; o uno donde la autoridad tenga siempre la última palabra, aun a costa de la Constitución.







