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El inicio del levantamiento contra los peninsulares

LA APUESTA DE ECALA

por Luis Núñez Salinas
28 agosto, 2020
en Editoriales
Levantamiento a las 400 horas
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El joven Ignacio José de Jesús María Pedro de Allende y Unzaga, hijo de acaudala­dos españoles que vinieron a hacer ri­queza a las tierras de la Nueva España, le habían dado por costumbre ser trabajador y atento —más del debido— a todas las cosas que tuvieran que ver con las personas y el trabajo ¡en ninguna ocasión le faltara el respeto! a personas que les dignificaban con el aseo de sus majes­tuosos palacios virreinales —decía su padre Do­mingo Narciso de Allende y Ayerdy— o le cui­dara sus caballos.

—¡Las personas Ignacio! ante todo son igua­les a nosotros, llenas de sangre por dentro y de pasiones y malas costumbres, pero ¡personas al fin! — Le aleccionaba a su joven hijo que desde pequeño soñaba con ser parte del ejército de la Corona en la Nueva España.

¡Y seguro lo sería!

Sus grandes cualidades como jinete, su buena facha, su galanura, pero ante todo ¡su gran inteli­gencia! que rebasaba por demás a todos los jóve­nes de la escuela de cadetes de la reina, sus días en San Miguel el Grande eran en ocasiones lle­nos de una gran bravura, toreando a los bureles en sus haciendas o desdeñando a sus caballos en el cuidado ¡en ocasiones sacando las garrapatas a los belicosos azabaches! y otras, simplemente observando a las chicas de la plaza.

Podríamos decir que una vida tranquila y apacible, como la del campo que todos desea­ban, sin preocupación alguna.

Siendo ya un cadete destacado y pertenecien­do al batallón del primer Conde de Calderón, Don Félix María Calleja, es subido de rango mi­litar —para la envidia de quienes le odiaban— le tocó una situación apremiante.

Una carreta que llegó de las minas de Guana­juato ofrecía a seis mujeres a la venta dentro de la plaza principal de San Miguel el Grande —una población cercana a las tribus chichimecas, que aún propicia­ban algunos escándalos por las tierras de la sierra chica— den­tro de la carreta las mujeres des­nudas —con el asombro míni­mo de la población, pareciese algo común en estas tierras— se subastan al mejor postor.

Amarradas de las muñecas y de los tobillos, sus partes nobles eran cubiertas con pedazos de tela —unos guiñapos apenas— se notaban a tres de ellas crio­llas, las demás posiblemente nativas de la sierra gorda de las misiones juníperas, allá por las sierras de la selva, como le de­cían los militares.

Siendo el joven Allende destacado de entre los militares de la zona, entrando frente de la parroquia en su caballo, uno de sus capitanes se le acercó para cuestionar al mercader que lati­gueaba a las mujeres —que a leguas se miraba diestro en el maltrato—.

Ignacio bajó de su montura y con claridad le dijo al comerciante de mujeres:

—¿Sabes que en San Miguel está prohibida la venta de esclavas?

El mercader al ver el rango se andaba con mu­cho tiento, pues podría salir mal de la entrevista.

—¡Su excelentísima! son apenas unas sim­ples esclavas de favores carnales, tengo permi­so del ayuntamiento para su venta ¡no son he­chiceras! inclusive se les mira buen diente y car­nes ¡toque Usted su serenísima! — le platicaba mientras reverenciaba una y otra vez ¡en tenor de que así se debía hablar a un grado del ejérci­to de la Corona!

—¡Mire serenísima! puedo tal vez ¡si Usted lo autoriza! otorgar a dos de ellas para sus que­reres ¡si no se ofende con la oferta joven.

—¡Calla con la oferta mercader! te puede sa­lir caro, la cabeza de por medio.

Al caminar junto a quienes ofertaban por las mujeres, se dio cuenta el joven Capitán Igna­cio, que no había más interés sobre las mujeres ¡que el carnal!, que se sabía podían comprar — solo peninsulares— a las jóvenes por esclavas.

Se acercó el capitán a un joven mulato que servía de perro de un amo, un poderoso comer­ciante de la plata del Real Camino de las Minas y le preguntó en su lengua:

—¿Quiosque con tu amo?

—¡Sele por las mujeres!

—¿Quianto?

—¡Dos reales de bulto de a ocho!

Era un precio alto para las seis mujeres.

—¡Mercader! atiende— dijo el joven Allende.

—¡Diga su serenísima!

—¡Te doy seis reales de a ocho de bulto y dos medios escudos de oro, por las seis mujeres! ¡y te largas de San Miguel! no poniendo pies en lo que te quede de vida o te corto las manos.

Al mercader le temblaron las piernas y el su­dor le recorrió la nuca.

—¡Su excelentísima! tengo permiso del ayun­tamiento ¡es mi sustento de vida! —sin dejar de reverenciar—.

—¡No encontrarás mejor oferta en toda la región!

—Pero ya no regresar impli­ca la caída de mi negocio.

Allende le pagó y se llevó la carreta.

—¡Su excelentísima! —gri­tó el mercader— ¡la carreta tie­ne costo.

Casa del Corregidor de Querétaro, Miguel Ramón Se­bastían Domínguez Alemán, enero de 1809.

El suntuoso palacio del Co­rregidor —un laberinto de in­trincados pasadizos estilo Ver­salles— dejaba claro que el po­der civil apenas distanciaba del religioso, solo es cuestión de comparar, para lo­grar saber que los peninsulares dominaban la estructura social de castas y en ello —por sim­ple organización— eran la punta de la pirámi­de del poder.

Las tertulias continuas de los autollamados “insurgentes” eran más el lograr componer la re­lación de las personalidades — todos líderes complejos— antes de que tratar de quitar el poder a los peninsulares para traspa­sarse a los criollos, negados de cualquier grado superior fuera militar, civil o social.

Al cura Hidalgo de la Villa de los Dolores, un hombre cul­to y sonriente, que le apetecía más la literatura y las viandas, así como sencillo y ligero con las doncellas, el capitán Allende le resultaba presuntuoso y altivo, de la misma manera al Capitán Allende, Hidalgo le parecía en mucho separado de la condi­ción de un cura, es más, pare­ciera más un borrachín de pue­blo, que la figura serena de un clérigo. Las canas de Hidalgo y su calvicie marcada, le pareciera tener más años, pero era hábil con la palabra y tenaz con justifi­car la existencia de un movimiento armado en contra de la corona, —cosa que de saberse por el virrey les costaría la cabeza a todos—.

—Así que joven Allende parece famoso en San Miguel por recoger mujeres en venta y pa­gar buenas piezas de oro por ellas —le pregun­taba pícaro Hidalgo al capitán—.

—Los favores que hago a mi conciencia no son públicos Sr Cura.

—¡Pero algo impúdicos! — rio Hidalgo.

«…no hay peor momento que la mentira se apiade del corazón del ignorante… – pensó Allen­de»

En eso estaba cuando increpó la presencia de Doña María Josefa Crescencia Ortiz Girón, la esposa del corregidor de la ciudad, una mujer hermosa, bien educada, de las mejores de la co­marca, no solo en el sentido del liderazgo de ca­si mandar en la ciudad —por lo anciano del co­rregidor— sino el de conspirar abiertamente es­tar en contra de la corona española.

—¡Señores en mucho aprecio su visita! — al­tiva y consciente de su papel en este movimien­to.

—¡Estamos para servir Doña Josefa! —al uní­sono.

Guanajuato… 1810

La molestia de Allende era devastadora, Hi­dalgo había permitido el saqueo de la ciudad, la chusma se había apoderado de todo lo que en­contraron ¡violaron mujeres! mataron a mansal­va, obtuvieron monedas de oro — que luego fue­ron confiscada casi todas a la chusma por parte del capitán— tomaron vinos, viandas, muebles y quemaron casas.

¡Una barbarie!

¡La educación del joven capitán estaba reba­sada! cierto es que en la guerra y en los botines, se apropian de infinidad de cosas —la mayoría para subsistencia de abono a la causa— pero el salvajismo que se miraba ¡fue caótico! cuando Allende estuvo cerca de Hidalgo, lo citó en su cuartel de la Alhóndiga de Granaditas, el gra­nero de la ciudad, una vez tomado en su totali­dad. En el cuarto de mando, Allende daba vuel­tas por toda la mesa ¡nervioso y colérico!

¡Cuando entró Hidalgo se le fue encima! lo tomó de las so­lapas de su chaquetón y lo pu­so contra la pared.

—¡Llevo años a las órdenes de un sistema militar! soy el ca­pitán de mayor galardón de la comarca y ahora Usted me ha­ce entrar a una ciudad en des­orden y junto a una serie de malandrines pelados ¡que so­lo buscaban venganza!

¡Le gritaba cara a cara!

Hidalgo simplemente escu­chaba.

¡De un fuerte empujón lo sa­có de balance con fuerza de las muñecas del capitán! tiró hacia abajo y logró evadirse, luego Hi­dalgo se limpió las solapas, se quitó el chaquetón y serenamente se sirvió un vaso de vino.

El capitán bufaba por el enojo…

—¿ha sufrido hambre alguna vez en su vida Allende?

—¿Perdón?

—¿Qué si ha sufrido hambre alguna vez en su suntuosa vida de privilegio? ¡eso dije!

—¡No! por bendición de nuestro señor, nun­ca.

—¿le han matado hijos capitán? o ¿se los han escondido o guardado para no volverlos a ver en su existencia?

—¡Por Dios no!

—¿Le han abusado de carnes a su madre fren­te a Usted y estar consciente que no recibirá cas­tigo el ultrajador?

—Líbreme, ¡Dios!

—Lo que Usted vio joven capitán es una muestra del hartazgo de las personas de años de estar sirviendo de escupidera de los gachu­pines, de contener la cólera de un hijo que vio a su padre morir cargando la leña para preparar ¡un pinche café aromático del peninsular! de si­glos de esclavitud y abusos en contra de los nati­vos de estas tierras.

—¡Pero no son el modo Hidalgo! y lo sabe.

—¡No nos pondremos de acuerdo Allende! pero cada doncella que salvaste al comprarla, darles tus apellidos para que fueran reconocidas como criollas, el conseguirles casas de habitación y lograr desposarlas con galantes amigos tuyos ¡vienen de esas familias abusadas y ultrajadas!

Ya más calmado —asombrado de que el cura sabía sus caminares— el capitán Allende reac­cionó a la cólera, comprendió los abusos ¡nun­ca los justificó!

¡Y aceptó!

El cura Hidalgo le sirvió un vaso de vino, se lo entregó en propia mano, acomodando inclu­sive dedo por dedo, como obligando.

—¡Salud joven capitán Ignacio Allende! que la vida nos acompañe… en este comienzo del le­vantamiento en contra de los peninsulares y có­mo dijo Usted: ¡que Dios nos cuide!

—¡Que así sea! — respondió el gallardo jo­ven capitán Allende.

Etiquetas: Do­mingo Narciso de Allende y AyerdyespañolesIgnacio José de Jesús María Pedro de Allende y UnzagaNueva Espa­ña

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