El presidente de México es un buen vendedor, sabe presentar su producto, tiene una buena plataforma de medios para publicitarlo y en efecto, lo vende bien. Poco importa si no tiene la calidad deseada o si los costos económicos son mayores que las utilidades, lo importante es que se hable bien de él.
Así ha vendido la cuarta transformación y el tercer informe de gobierno fue tan triunfalista que le da para decir que puede ahora retirarse con la conciencia tranquila. Eso no creo que sea posible, salvo que crea que los cambios cosméticos a la administración sean los alcances de la transformación radical del sistema político y administrativo del país que prometió. Le falta mucho al presidente para que el producto vendido sea como lo publicita. Más allá de las verdades a medias y recursos retóricos con los que dibujó una parte de la realidad nacional, el discurso del informe padece de ausencias, que pudieran complementarse con la lectura de su libro lanzado la víspera, pero que aún ahí son superficial y parcialmente tratadas.
No se trata aquí de significar que el exceso de muertes por la pandemia, su minimización inicial, la errática estrategia o el deficiente y lento proceso de vacunación, así como el crecimiento de los homicidios dolosos y la presencia creciente de organizaciones de narcotraficantes y delincuentes no fueron suficientemente tratados o fueron ignorados.
Como tampoco fueron temas las fallas del INSABI en la implementación del sistema de salud universal que propuso, la falta de medicamentos; o las perdidas crecientes de las empresas productivas del Estado.
Lo que se quiere en esta colaboración es señalar que lo que se expone como transformación del sistema es simplemente una alteración del decorado. Se está cambiando la cara de la administración dejando intacto lo que de verdad lástima y perjudica al pueblo.
Es cierto que tenemos cambios profundos en las formas del gobernante, es innegable su sello. Es cierto también que las ayudas sociales contenidas en sus programas han coadyuvado a que los pobres sigan pendientes de la esperanza de que habrá condiciones mejores, pero solo eso, paliativos, porque no hay acciones que saquen a los pobres de la pobreza.
Es cierto que se detuvo la privatización del sector energético, pero darle marcha atrás no significa que vayan a ser más eficientes y requieran menos transferencias de recursos para darles viabilidad. El discurso nacionalista abona a la cauda de seguidores, pero no a las arcas nacionales. Es cierto que se reducen los privilegios fiscales para los grandes contribuyentes, pero eso no evita que siga habiendo tratos preferenciales y consideraciones para los afines.
Es cierto que las finanzas públicas han estado ordenadas y se ha evitado el déficit, pero no se dice que existen subejercicios presupuestales, que son exhibidos como ahorros, que la inversión pública ha disminuido y que los servicios gubernamentales son cada vez más deficientes, hoy justificados por la prolongación de la pandemia.
Se dice que se combate a la corrupción, pero solo vemos aplicación de la ley en forma selectiva y con orientación política sobre acciones del pasado y ni una sola determinación sobre la existente en el actual gobierno. La falta de transparencia es también complicidad o cuando menos consentimiento.
Ahora bien, estos señalamientos son para destacar la naturaleza cosmética de las medidas, maliciosamente incrustadas en el ánimo social, crispado por la rijosidad y el enfrentamiento auspiciado por el discurso presidencial. Acciones efectistas que ganan el aplauso fácil y mantienen al público expectante del siguiente movimiento, que será otra vez juego de abalorios como la venta del avión o la cancelación de un aeropuerto, que no producen beneficio alguno.
La transformación no es real. Aún la justicia se inclina ante el poder político, aún las instituciones de procuración de justicia se usan para reprimir, intimidar, acosar y perseguir a enemigos del régimen, como tanto se quejaron que se hacía. Aún existe la tendencia de someter a los medios y mediatizar la crítica, como en el antiguo régimen, solo que ahora son otros los beneficiarios y otros los adversarios.
Tal vez la transformación de la política mexicana ocurra sin que ese haya sido el propósito, pues el haber sabido aprovechar la desigualdad y pobreza imperantes, la aparente indiferencia de los “neoliberales” ante estos, motivó la explosión popular que los llevó al poder y con ello se desnudó a los partidos políticos, su vacuidad, su mezquindad, su falta de principios y de representatividad. Si para competir con el movimiento que les restó autoridad moral y competitividad electoral, cambian o desaparecen, esa será una verdadera aportación a la democracia mexicana, no la modificación, una vez más, a la legislación electoral o la suplantación del INE y sus integrantes por personajes e institución a modo.
El verdadero triunfo del presidente que no tuvo mención en el informe no está en la transformación de la vida nacional, sino en la mediatización de la necesidad social y para lo cual, cheques y becas tapan lo de encimita mientras el fondo sigue igual.
La corrupción, el autoritarismo, la falta de justicia y la impunidad, la inseguridad, la pobreza y la desigualdad, el uso faccioso de la justicia y las instituciones siguen presentes en la vida nacional. ¿Cuál transformación?