Infatigable en la fecunda cosecha de sus humoradas y la oportuna reducción de los temas nacionales a simples chistoretes , el presidente de la República circula del frijol con gorgojo al avión imposible hasta para Obama, para aterrizar jocundo en su nuevo descubrimiento: las corcholatas con las cuales compara a los aspirantes a la presidencia, transformado él mismo en el Gran Destapador, papel reservado hace muchos años a Fidel Velázquez, quien ordenaba a sus huestes aplaudirle al nuevo sol, cuyas virtudes se acaban de conocer por orden presidencial.
Pasamos de “El gran dictador” chaplinesco, al Gran Destapador.
En aquellos tiempos la capucha con dos agujeros era el símbolo del “tapado”, según inmortalizó en sus cartones el gran Abel Quezada. Sin embargo nadie soñaba con la capucha, sino con aquel a quien el capirote escondía. Hoy la ficha dentada de la corcholata se nos presenta como novedad. El presidente juega, se divierte y se exhibe como un humorista sin profundidad. Su mayor aproximación a la mímica ha sido cuando hace hablar a su dedo.
–Lo que diga mi dedito. ¡Ay!, qué chispa.
Pero todo esto va más allá de la aparente simpleza de la provincia del reloj en vela.
Es una estrategia de fomento a la comunicación emocional directa e instantánea.
Si la clientela presidencial –es decir sus devotos, sus creyentes, sus electores fieles–, está conformada mayoritariamente por los desposeídos, sin mayores estudios ni alcances educativos, por la gente sencilla sabia y buena (es un eufemismo para llamar al rebaño pobre e iletrado), es a ellos a quienes debe mantener atentos y divertidos. Pan y risa. Y no será a base de complejas deliberaciones sobre la macroeconomía como los atraiga o mantenga, sino con el lenguaje sencillo –y la simpleza conceptual, ayuna de ideas– del hombre de la calle.
Y si es una calle sin asfalto, mejor.
Por esta avenida circulan las rifas del avión o la renta del aparato volador, y si no se puede, como no se ha podido ni vender, ni robar, ni alquilar, , entonces se le fleta gratuitamente (eso sí es dispendio), para llevar el matalotaje de los deportistas mexicanos a los juegos olímpicos de Tokio, los más virtuales de la historia, lo cual elevará el costo de cada medallita por conseguir a las cifras estratosféricas del oro difícilmente conseguido.
Pero si la grotesca utilidad del avión no se logra con estos cargamentos deportivos de cada cuatro años (cuando haya otros juegos, él ya no estará en el PN), pues entonces lo ofrecemos como aérea sala de recepciones para bodas y festejos diversos, porque se puede utilizar en festejos privados cuya opulencia de seguro cabrá en las páginas de la revista ¡Hola!, como ocurrió cuando hubo matrimonio en la cima de su equipo y César Yáñez se casó en medio de un pachangón digno de J. Lo. Bueno, de perdida Paulina Rubio o “El canelo”.
Pero entre todos esos recursos de buen humor, el presidente tiene tiempo para el cultivo de sus obsesiones. Una de ellas es la censura hispanista.
Nadie sabe (bueno todos lo sabemos, pero no es decoroso andarlo divulgando), quien le ha metido en la cabeza estas ideas de anacrónica justicia por la conquista. Él le llama “invasión” y en efecto, fue una invasión cuando los europeos llegaron a tierras mayormente despobladas de América y se asentaron ahí con el poder de las armas. Así se hizo la historia del mundo.
Los galos de hoy –con esa lógica—, deberían exigirles disculpas a los italianos porque Julio César cruzó el Rubicón. Y dentro de muchos siglos un selenita exigirá reparación del daño porque Neil Armstrong le pisoteó su jardín de rocas y arena.
Los tiempos del espejito ofrecido como joya maravillosa a cambio del oro verdadero y los plumajes de quetzal, ya se acabó en todo el mundo, menos en la mente presidencial. Hoy los imperios nos cambian todo por un teléfono inteligente.
A estas alturas el presidente –muy serio–, todavía sigue contando el chiste del plumero de Moctezuma y su imposible devolución, y le reclama al Vaticano la nulidad del decreto de excomunión del Padre Hidalgo, quien seguramente debe estar muy preocupado por tal segregación de la Sagrada Forma.
La verdad yo ignoro si el presidente habla en serio cuando expone sin rubor estos asuntos. Lo hace con seria gravedad, como suelen decir sus parlamentos los buenos actores, hasta lograr el convencimiento ajeno; lo expone desde la altura de su investidura única en el país. Lo dice a la sombra de la bandera nacional, lo presenta como un reclamo histórico asentado en la justicia y la verdad, ¿pero de verdad se lo creerá?
Yo lo dudo. Un hombre inteligente vende millones de botellas de tónico para crecer el pelo, pero no lo usa. Y menos si es calvo.
Quizá. sostenga todo este discurso justiciero en el campo histórico, tan remoto como inútil, porque es un recurso disimulado para imponer ideas y estrategias actuales, como sucede en los asuntos de generación eléctrica, otra de sus obsesiones.
O a lo mejor nada más lo hace para quedar bien con quien le ha dicho una y otra vez todo ese rollo y en aras de la concordia los asume como propios como una ofrenda de entendimiento.
A lo mejor de ahí viene esta obsesión por la historia, sin importar los métodos de la historieta.
ANÉCDOTA
Hace muchos años Joaquín Peláez –padre de Alberto Peláez, el periodista de TV, amigo de muchos años, a quien el presidente le soltó el rollo de la España ladrona–, me presentó a su hija. Una niña en aquel tiempo.
–Se llama Cayetana Guadalupe, cómo debe llamarse una española y cómo debe llamarse una mexicana. Todos felices.