Hay vidas que se narran solas porque tienen la consistencia de los viejos tejidos: hilo de tierra, hilo de libro, hilo de música, hilo de servicio. Edgardo Cabrera pertenece a esa estirpe. Nació en Bernal en 1947, descendiente de los Cabrera —aquellos primeros pobladores que llegaron a la sombra de una peña que parecía llamar por su nombre— y creció entre callejones de polvo, escondidas al atardecer, trompos en la palma y el rumor de una madre que cantaba con mandolina. Desde entonces la suya fue una brújula con tres nortes: el amor a su pueblo, la palabra como oficio y la música como destino.
Su infancia, dice, fue de provincia y de cielo limpio, con una primera herida temprana —la ausencia de la madre a los diez años— que lo obligó a caminar antes de tiempo. A los seis aún jugaba con resortera; poco después ya trabajaba para pagarse la secundaria nocturna frente al faro de Mazatlán, con el mar como pizarrón y el Hotel Playa Mazatlán como primera escuela de turismo y humanidad. Luego vinieron Tampico y la preparatoria de Derecho, el regreso a Querétaro, la licenciatura en la UAQ y una lealtad temprana a los dos pilares que su padre le inculcó: principios y valores. Ese binomio, repetirá una y otra vez, es lo que distingue a las personas, por encima de cualquier coyuntura.
Edgardo aprendió pronto que la cultura es una forma de gobierno íntimo. En la Universidad fue profesor de Redacción y Lectura, secretario y después jefe de Difusión Cultural. Y en el Cerro de las Campanas —cuando aquello era aún un proyecto por suceder— filmó con una Super 8 los sueños del rector José Guadalupe Ramírez Álvarez: “Aquí será Derecho; allá, Contabilidad; arriba, la Rectoría”. Aquella cinta es hoy un deseo de memoria: el acta audiovisual de una intuición cumplida.
La vida lo llevó después a Caracas y a Colombia, becario de centros multinacionales de tecnología educativa. Volvió con un propósito: actualizar las metodologías de enseñanza y recordarnos que enseñar no es repetir, sino encender. De ahí pasó a la Procuraduría como agente del Ministerio Público, a la abogacía litigante y a un gesto fundacional que cambió el mapa profesional de Querétaro: la creación de la Federación de Colegios y Asociaciones de Profesionistas (FECAPED). No se trataba de sumar membretes, sino de darle voz organizada a la inteligencia civil para defender el Estado de Derecho. Casi medio siglo después, aquella semilla sigue dando sombra.
Hubo también política —un distrito ganado “a la limpia” y la presidencia del Congreso local—, pero lo que más lo marcó fue una tarea ruda y silenciosa: la obra de la presa que muchos llaman Zimapán, cuyo nombre oficial honra al ingeniero Fernando Hiriart. Durante años, Edgardo fue el puente social entre el rugido de las máquinas y la vida de tres comunidades que debían trasladarse a un nuevo poblado: Bellavista del Río. Seis centenares de convenios con campesinos, el respeto por sus decisiones, el traslado de sus restos al nuevo camposanto, la certeza de que la modernidad no debe atropellar la dignidad. “Soy de la región, hablo el mismo idioma”, dice para explicar por qué lo escucharon. No es un mérito menor.
Después, la educación básica: el vértigo de la federalización, trece mil docentes, cientos de administrativos y una convicción intacta: sin civismo, sin ética, sin amor por la naturaleza, un país pierde su columna. Más tarde, la Secretaría del Cabildo de Santiago de Querétaro —sí, con su nombre pleno recuperado— y el hermanamiento con otras Santiagos del mundo. Edgardo fue testigo de un México que enviaba oficios por fax mientras China, ya en 1997, le mostraba su músculo industrial y su voracidad estratégica. Desde entonces, dice, Querétaro se supo ombligo: punto de partida para el comercio, puente entre océanos, territorio de universidades y motores.
Pero toda gran biografía guarda un regreso. El de Edgardo fue a la orilla exacta de su origen: Bernal. A sugerencia de amigos y empujado por esa intuición que sólo concede la experiencia, abrió en los noventa un hotel mínimo —Mesón Quinta Celia— con cuatro habitaciones y mesas para la tertulia. Cobraba 120 pesos la noche y se llenaba. Vinieron otros vecinos, luego más hotelitos, y a la zaga llegó el turismo. Bernal se volvió adjetivo y destino. A Edgardo le tocaría también presidir Skål International en la región, pero, sobre todo, encontrar la forma de escribirle un libro a su pueblo.
Ahí comienza otra de sus vidas. Bernal Mágico fue el primero: un volumen breve, temeroso al inicio, presentado en la Casa del Faldón y agotado esa misma noche. Siguieron Leyendas y tradiciones, Bernal de otros tiempos, la crónica de un coronel asesinado, El tesoro del emperador, y la novela por venir —La llave— que, dice, nacerá en papel porque todavía ama el rito de las páginas. En uno de esos libros acuñó la frase que hoy repiten guías y viajeros: “La Peña de Bernal es el tercer monolito más grande del mundo”. Más allá de la disputa geológica, lo cierto es que Edgardo logró otra cosa: devolverle a su pueblo una narrativa que lo cuida.
El relato, sin embargo, no termina en la letra. A Edgardo lo habita la música. De niño cantaba después de la misa mayor para juntar unas monedas; de adulto, el bel canto lo encontró en el Conservatorio Gregoriano de Querétaro, donde aprendió respiración, solfeo rudimentario y, sobre todo, humildad ante la propia voz. “Canta natural”, le decían. Grabó temas por petición de sus hijas y nietos —“déjanos tu voz”— y tuvo la dicha de probar la acústica de su teatro debajo de la peña en un dúo espontáneo con la soprano Neydi Martínez. Su anécdota favorita parece escrita por Bernal: un aguaje en la peña, “El Cuervito”, del que quien bebía templaba las cuerdas. Nadie sabe si es leyenda o milagro; lo cierto es que Edgardo canta como quien agradece.
Entre la abogacía, la gestión pública, la hotelería pionera y la literatura, hay un hilo que conecta todo: la defensa de la palabra. La que se empeña en nombrar con precisión —“Santiago de Querétaro”—, la que rescata la memoria en una película de Super 8, la que firma convenios con campesinos sin trampas, la que escribe libros para que otros no olviden, la que canta porque el cuerpo también es un instrumento de verdad. Su observatorio astronómico —sí, ese improbable sueño de quien reprobó matemáticas en tercero de primaria— es otra metáfora de su carácter: mirar lejos, medir con paciencia, traducir el cielo en un lenguaje que la gente comprenda.
En días de polarización, su mensaje final se escucha como un llamado y como una plegaria: reconciliación y seguridad; fe en México y en Dios; respeto a la historia y a las costumbres; y, por encima de banderas, la urgencia de que la palabra recupere su lugar de brújula. “Que se acabe esa polarización —dice—. No más colores: hermandad”. En su voz no hay consigna, hay experiencia.
Si el legado es aquello que sigue funcionando cuando ya no estamos, entonces Edgardo Cabrera ha ido sembrando herencias útiles: una federación que defiende la ley; un pueblo que aprendió a contarse a sí mismo para recibir al mundo; un puñado de libros que vuelven íntimo lo que parecía turístico; una ética de servicio que no presume; una voz que, grabada, será abrazo para sus nietos; un hotel —hoy el Medieval, a los pies de la peña— que recuerda que hospitalidad significa, literalmente, abrir la casa. El 12 de noviembre inaugurará ahí un restaurante de asados: otro pretexto para que el camino alimente el encuentro.
En Bernal hay viento, piedra y canción. Y hay un hombre que entendió que construir también es contar; que la ley sin cultura es coja; que la cultura sin ley se desvanece; que los pueblos —como las buenas novelas— no se improvisan. Edgardo Cabrera no “administra” su biografía: la ofrece. Por eso, cuando le pregunto qué quisiera que quedara de él, vuelve a lo esencial: unidad, palabra, futuro. Lo demás, como la peña, resistirá. Porque cada vez que alguien abre Bernal Mágico, toma café en una mesa de su hotel, o escucha a Neydi Martínez afinando el aire en ese teatro de piedra, ahí está Edgardo, niño con trompo, abogado con voz de tenor, cronista que aprendió a traducir la altura en páginas.
Que este texto sea también un acto de gratitud. Por recordarnos que la provincia es un estado del alma; que la lectura funda mundos; que los oficios —si se practican con decencia— son también poesía; y que todavía hay hombres que prefieren guardar memoria antes que ruido. Si Bernal canta, es en parte porque alguien le devolvió la letra. Y ese alguien, hoy, tiene nombre y apellido.








