En Querétaro, pocas discusiones generan tanta fricción social como la que gira en torno al comercio informal y la ocupación del espacio público, especialmente en el primer cuadro de la ciudad. El fenómeno no es nuevo, pero sí es cada vez más visible, más agresivo y más impune. La zona centro —patrimonio, escaparate y carta de presentación de la capital— se ha convertido en un tablero donde convergen intereses económicos, estructuras clientelares, cálculos electorales y una preocupante debilidad institucional. Y mientras tanto, ciudadanos, turistas y comercios establecidos pagan los costos de una omisión que ya rebasa lo anecdótico y se acerca peligrosamente a la normalización de la ilegalidad.
Hay decirlo con todas sus letras: lo que está en disputa no es sólo el derecho a vender, sino el control político del espacio público, un bien colectivo cuya protección corresponde al Estado y cuyo deterioro recae sobre todos.
En últimas fechas el comercio ambulante se expandió bajo el argumento de la necesidad económica de un grupo de artesanos e indígenas. Esa primera justificación, humanamente comprensible, pronto fue desplazada por otra dinámica: la apropiación sistemática de calles, plazas y corredores turísticos por parte de organizaciones que operan con estructuras paraestatales y lógicas de control territorial con intereses partidistas.
No estamos frente al vendedor aislado que busca llevar ingresos a su hogar, sino ante grupos organizados que asignan lugares, cobran cuotas, intimidan al comercio establecido y negocian con autoridades municipales y estatales a través de acuerdos opacos. El ambulantaje dejó de ser una expresión de economía popular para convertirse en un negocio con dueños, reglas internas y padrinazgos políticos.
El gobierno estatal cometió hace tiempo un grave error al aceptar negociar con los supuestos artesanos e indígenas para que dispusieran de espacios al interior de edificios públicos. Esta pésima decisión fue producto de la soberbia y el ánimo de lucimiento del anterior titular de la Secretaría de Gobierno, que salió del cargo hace algunos meses por su incapacidad sostenida mucho tiempo por el Palacio de la Corregidora, y que mucho daño le generó.
Querétaro, que históricamente presumió orden urbano y normatividad estricta, hoy observa cómo el corazón de su ciudad se llena de estructuras semifijas, puestos improvisados, extensiones ilegales de negocios, música a alto volumen, venta de alcohol sin permiso y comercio pirata. Si algo caracteriza este fenómeno es su crecimiento proporcional a la ausencia de autoridad.
En el papel, Querétaro cuenta con una regulación en materia de comercio en vía pública, uso del espacio público, protección del patrimonio y ordenamiento urbano. Existen reglamentos municipales que prohíben la instalación de puestos en zonas patrimoniales, delimitan corredores autorizados, establecen procedimientos de inspección y prevén sanciones claras.
Pero la pregunta es inevitable: ¿de qué sirve la norma si no se aplica? La selectividad en la aplicación de la norma —esa forma elegante de nombrar la impunidad— es el verdadero combustible que mantiene vivo y en expansión al comercio informal. Y esta selectividad tiene explicación: el cálculo político.
Toda persona que haya observado la dinámica política local sabe que el ambulantaje es un músculo electoral. Los líderes de los grupos de comerciantes ambulantes no sólo organizan la logística de ventas: organizan votos, movilizan gente, llenan eventos, presionan gobiernos y se convierten en interlocutores obligados durante las campañas.
El ambulantaje es, en palabras simples, una base electoral utilitaria, cortejada por partidos y candidatos de todos los colores. Hoy existe un señalamiento expreso sobre la participación de personajes ligados al partido Morena y en específico al diputado federal Gilberto Herrera. Sin embargo, el municipio capitalino tampoco ha sido asertivo en el manejo de la problemática. El resultado es un círculo perverso que acaba de vez en vez en zafarranchos y enfrentamientos violentos entre los inspectores, sin autoridad alguna, y los supuestos comerciantes.
Hoy no existe un operador político efectivo ni en el gobierno estatal ni en el municipal que puedan resolver este entuerto. Del lado de Morena la cerrazón sin razón es el sello de la casa. Parece que son ellos, y no el municipio, quienes regulan el espacio público de facto.
Quien crea que esto es un fenómeno marginal se equivoca. En realidad, es una expresión más de cómo las lógicas clientelares han colonizado la política queretana, convirtiendo la normatividad en simple decorado burocrático.
Cuando un líder ambulante o partidista tiene más capacidad de negociación que un director municipal, cuando la autoridad teme hacer valer el reglamento, cuando la ciudad se gobierna desde acuerdos informales y no desde instituciones, ya no estamos ante un problema administrativo, sino ante una crisis de gobernabilidad.
El discurso oficial suele apelar a la tolerancia y a la empatía con el comerciante informal. Pero rara vez se habla del otro lado de la ecuación: los comerciantes establecidos que pagan impuestos, servicios, licencias, nómina, y ven cómo un puesto semifijo frente a su puerta les arrebata clientela y les obstruye accesos. Los ciudadanos que ya no pueden caminar libremente, que lidian con ruido, basura, banquetas invadidas y calles saturadas, y los turistas que llegan a un Centro Histórico Patrimonio de la Humanidad y encuentran desorden, venta de productos pirata, bebidas alcohólicas clandestinas y puestos que rompen la armonía visual del entorno.
Parte del problema radica en que las autoridades municipales carecen de oficio político. Gobernar implica tomar decisiones. En Querétaro, parece que nadie quiere cargar con el costo político de recuperar el espacio público. La autoridad que elige no aplicar la ley no está siendo prudente: está renunciando a gobernar.
El derecho a la ciudad hoy es un bien que nadie defiende. Esto implica que toda persona pueda disfrutar de espacios públicos libres, accesibles, seguros y ordenados. Este derecho no puede quedar subordinado a intereses particulares ni a cálculos partidistas.
Si Querétaro quiere evitar caer en el deterioro visible en otras ciudades del país, debe actuar ya. Y actuar con seriedad. Las soluciones requieren política pública, no ocurrencias. Porque el debate no es entre comerciantes formales e informales. El debate es entre estado de derecho y la permisividad política. Querétaro no puede acostumbrarse al desorden.
La ocupación del espacio público en el Centro Histórico es hoy un síntoma y un espejo: refleja las fortalezas y debilidades de nuestra vida institucional. Refleja quién gobierna y quién realmente manda. Refleja la capacidad —o incapacidad— de nuestras autoridades para ejercer el poder público con responsabilidad.
No se trata de prohibir por prohibir, ni de castigar la pobreza, ni de ignorar la realidad económica. Se trata, simple y llanamente, de que la ley se aplique, de que el espacio público sea de todos y de que ningún grupo, por numeroso o útil que sea, pueda apropiarse impunemente de la ciudad.
Una ciudad que renuncia a su espacio público renuncia, en el fondo, a su identidad.





