La sociedad tiene hoy acceso a múltiples canales de expresión y de información, se ha tornado en un ente susceptible, constantemente expuesto y sensible a la información y desinformación que provocan los medios y las omnipresentes redes sociales. Es impresionante la abundancia de formas de llevar información a los ciudadanos y por lo tanto, la facilidad para influir en el comportamiento y el humor social.
Desafortunadamente, tanto gobiernos como partidos y ciudadanos, hemos convertido el mar de oportunidades de comunicación en una torre de babel en la que todos hablan pero pocos entienden.
La comunicación política ha devenido en proliferación de mensajes, vacíos de contenido pero repletos de insidia; la abundancia de información es propicia para la confusión e incertidumbre y su futilidad genera desconfianza y desconcierto. Poco aporta al concierto social un discurso público contumaz fincado en el resentimiento o en el dogma, como tampoco suma un discurso partidario banal construido con las fallas del adversario.
Estamos en pleno año electoral y tanto el gobierno como los partidos orientan sus acciones y contenidos informativos a influir en la percepción ciudadana, más sin embargo, es evidente que ninguno de ellos acierta o al menos procura, enriquecer la cultura política.
Desde la presidencia de la república se opera la más amplia campaña política, el más descarado proselitismo aún por encima de disposiciones legales creadas para impedirlo, buscando imponer una visión única de país y un proceso de transformación no informado ni consensado. Los partidos políticos padecen de raquitismo intelectual e ideológico y más que promover una cultura democrática y proponer sus principios, se empeñan en señalar las fallas del adversario sin corregir u observar las propias.
Hay pobreza intelectual y ética en la clase política; esto no quiere decir que no haya políticos preparados, o que carezcan de formación doctrinaria, principios morales, seguro que los hay, pero no están en las élites partidistas o no son tomados en cuenta y si éste fuera el caso, no se entiende que acompañen a una caterva de oportunistas y aventureros en la inescrupulosa búsqueda del poder por el poder mismo.
En los tiempos del año electoral que vivimos, ya se han ido decantando las posiciones de partidos y aspirantes a puestos de elección popular. De acuerdo con lo provocado por el discurso político imperante, se avizora un panorama de radicalización y división en los mensajes de campañas, en las que difícilmente habremos de encontrar propuestas con sustancia, mensajes basados en proyectos estudiados y viables que puedan ofrecer a la ciudadanía alternativas constructivas para una mejor convivencia social.
En pocos meses o días, habremos de regresar a los lemas frívolos de siempre, a los ofrecimientos abstractos de justicia, seguridad o en este momento de salud y crecimiento económico y otros tantos satisfactores que hoy al electorado le suenan tan lejanos como la oportunidad de viajar a la luna. Volveremos a los diagnósticos apocalípticos de una realidad en la que el pasado es culpable y el presente el juez, pero nunca el constructor, siempre será hacia el futuro del día de la elección cuando la solución pueda llegar por el milagro del acto litúrgico del voto. Carentes de propuesta, los candidatos habrán de buscar la eliminación del adversario, y los partidos la exhibición de las carencias y taras que aquejan a los otros, pero dudosamente articularán opciones traducidas en políticas y programas que aporten bienestar, convivencia social y democrática, donde las diferencias sean motivo de dialogo y principios de entendimiento.
El partido en el poder, haciéndose eco de la voz presidencial, habrá de seguir descalificando al pasado y ofreciendo un futuro sin definir, envuelto en la volátil tela de la esperanza. No se puede esperar otra cosa pues en dos años apenas pudo elegir a un dirigente y no ha podido estructurar ni difundir una propuesta creíble y posible de país. A lo sumo pondrá ante nuestra vista un paisaje bucólico y nacionalista como el que vivimos ya en las épocas del priato de los setentas en la que se habría de administrar la abundancia, hoy que tenemos que gerenciar la austeridad republicana con paciencia franciscana.
Por su parte los partidos de oposición, que han hecho a un lado sus postulados ideológicos y diferencias, poco tienen para ofertar a un electorado que les perdió la confianza. Señalar los errores e inconsistencias del adversario, la inoperancia y la incapacidad del gobierno no es una plataforma suficiente para que el electorado les devuelva aunque sea el beneficio de la duda. Es posible que la sociedad aún esté políticamente poco preparada pero puede discernir y decidir. Entre un gobierno ineficiente y falaz pero dadivoso y cercano y una oposición que solo ofrece más de lo mismo sin siquiera haber reconocido sus errores y además con las mismas caras, creo que la decisión no será difícil. Hay sin duda otros escenarios que parten de construir con base en el diálogo local, pero ese es otro cuento que algunos podrán contar.