En el mundo desigualdad y pobreza son dos constantes de las que no escapa ningún país. Aún economías y pueblos más estables como los nórdicos y parte media de Europa no están exentos de ellas, con la diferencia de que tienen sistemas de gobierno más estables e instituciones sólidas y respetadas, lo que hace que existan mecanismos de equilibrio social que atenúan las disparidades existentes en su sociedad.
A diferencia de ellos, los países en desarrollo y los emergentes en proceso de consolidación, y aún sistemas democráticos estables y maduros como el de EEUU, no han podido, o sabido, como lidiar con los dos achaques: desigualdad y miseria.
La falta o limitación de recursos de equilibrio social han dejado a las personas y familias sin posibilidades de ascenso en la escala social y de ingresos, dando paso a la frustración, y sobre todo a la búsqueda de culpables de una situación que juzgan insuperable para ellos, mientras otros, más favorecidos gozan de condiciones mejores.
El crecimiento de esta brecha que hace evidente las desigualdades, ha dado pie para que aparezcan líderes, a menudo carentes de propuesta, que fincan su ascenso en las redes políticas en discursos mesiánicos, vendedores de esperanza y carentes de soluciones viables. Alarmante es, que este discurso derive a la exacerbación de las diferencias creando un ambiente de discordia social difícil de reparar.
El lenguaje de la discordia campea en el horizonte político y el denuesto sustituye a la propuesta, el disparate al discernimiento, la insensatez a la reflexión, el rencor al entendimiento y la tozudez a la razón.
Significativamente el discurso de la discordia gana terreno y hay ejemplos innegables de como propicia que lleguen al poder personajes más preocupados por su imagen personal que por la instrumentación de políticas públicas eficaces. Quizás porque carecen de ellas o por considerar que no tienen rentabilidad política, pero es notorio que ninguno de los personajes que han llegado a la máxima posición en sus países han logrado disminuir los indicadores de desigualdad y pobreza.
En el Continente Americano desde finales del Siglo XX líderes populistas surgieron en países como Ecuador, Nicaragua, Perú, Venezuela, que exacerbando el clima social con discursos maniqueos llegaron al poder y algunos han salido cubiertos de oprobio y rechazo y otros se han sostenido por años haciendo más dependientes a los pobres y cada vez más numerosos.
En este siglo, la sociedad se ha vuelto más receptiva a este discurso polarizador y exacerbante, particularmente sociedades consideradas maduras democráticamente, como la norteamericana o la nuestra, han sido cautivadas por un discurso inspirado en las más rancias raíces del anarquismo cuya oferta se traduce en destrucción y condena, alejado de la propuesta creativa y de futuro. Un discurso vengativo y visceral que explota los resentimientos atávicos entre clases sociales fundacional y naturalmente diferentes.
Hacer a América grande otra vez, llevaba implícita la aceptación de un destino manifiesto a favor de los anglosajones, traducido en un discurso anti inmigrante, xenófobo y ultra nacionalista que fue el tenor de toda la administración de Donald Trump. Y no es muy diferente el ofrecido en México con el lema “primero los pobres” que se empeña en dibujar dos Méxicos, el del “pueblo bueno” y el de los conservadores.
El discurso de la discordia no solo ha dado paso a la polarización, sino también a la mentira y el engaño como instrumentos que vulneran la dignidad del poder y exhiben la indecencia de quienes, usando la democracia, pretenden o imponen regímenes autocráticos. Lo mismo Trump que Bolsonaro, o Evo, Maduro y nuestro presidente, acusan conspiraciones en cada señalamiento adverso, acuden a fantasmas para inducir rencores y miedo. Las teorías conspirativas que denuncian, son recursos para victimizarse y propiciar la distorsión de la conversación social, distrayendo al pueblo de sus fallas en la conducción gubernamental.
Poco importa que en Estados Unidos haya más de 100 mil contagios diarios de COVID-19 y tenga el primer lugar mundial en muertes; lo importante es que le están robando la reelección, como en México no parece importar que la pandemia no se detenga, que los niños no puedan recibir vacunas porque se carece de ellas, o que se hayan roto todos los records de violencia, lo importante es que Peña usó 40 millones de dólares para atacarlo en su campaña. Distracciones como la del avión presidencial y la discordia en cada conferencia mañanera, marcan dos años de administración fallida.
No parece haber en el gobierno, ni en este o los otros señalados, que tienen el mismo corte y talante, la intención de crear el ambiente de concordia necesario para crecer en armonía y unidad nacional; antes bien, diariamente se agudizan las diferencias y las acciones profundizan en la intención de someter, incluso al pensamiento adverso. El discurso de la discordia impera mientras la desigualdad y la miseria crecen, porque de ellas se nutre la retórica populista actual.