El proceso de la revocación del mandato fracasó. Y no fue porque INE no haya cumplido con su desempeño como lo dispone el artículo 35, frac IX de la Carta Magna. Pues aún si hubiese contado con los recursos para llevarlo al cabo, no se reunieron las condiciones para darle feliz término como lo deseaba el presidente por una de esas ocurrencias que logró otorgarle rango constitucional: simplemente porque la cantidad de firmas resultó insuficiente: 3% de la lista nominal en al menos 17 entidades federativas. El número de firmas no alcanzó siquiera la mitad de las requeridas. El enojo del inquilino de Palacio fue tal que pareció estar dispuesto a romper, de nuevo, el orden constitucional. Pensó entonces en encuestas vía telefónica y algunos disparates más, a sabiendas de que sólo el INE tenía- y tiene- esas atribuciones.
¿Cómo explicar el fracaso? En primer lugar, por el sinsentido del proceso mismo. El señor fue electo para gobernar cinco años y diez meses. Pues que cumpla bien. Eso deseamos todos. Y si no puede, las puertas están abiertas para marcharse. Resulta claro que no se irá. Pese a todo, el poder lo fascina. Más aún estando consciente de que, a despecho de sus desatinos, aún conserva su popularidad, gracias esos babeantes seguidores, no importa que hayan recibido de él una y mil afrentas, como una amiga mía que se ufana de haber conseguido atraer una copiosa voluntad para favorecer sus caprichos. Me apena su masoquismo, ese placer insano de recibir los golpes y poner la otra mejilla.
Si algo he aprendido en mi ya larga vida; es que la dignidad es todo. Lo que no tiene precio. Por eso creo que si la gente no acudió a las urnas a votar la revocación, fue por dignidad, por respeto a sí misma; por desdén, por ese sentimiento de rechazo a ser un medio, un esclavo. Súbdito de un reyezuelo. Me complace entonces que la gente le haya dado la espalda al absurdo. Porque eso de la revocación del mandato tiene visos perversos de una ratificación reeleccionista, no obstante su devoción por Francisco Madero.