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El conjuro de la vida convertida en arte

Ticha González, artista plástica

por Lila Cruz
25 agosto, 2025
en aQROpolis, Destacados
El conjuro de la vida convertida en arte

Para Ticha, pintar es orar con los colores. Cada cuadro es plegaria, decreto y bendición.

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En el reino secreto donde los sueños dejan huellas más profundas que la vigilia, habita el arte de Ticha González. Sus cuadros no son ventanas ni espejos: son portales. Cada lienzo abre un umbral hacia territorios donde lo humano se funde con lo divino, donde cada mancha respira como semilla a punto de germinar, donde cada trazo parece dictado por un oráculo que no pertenece al tiempo, sino a la eternidad.

Porque en su obra no se pinta lo visible: se invoca lo invisible. Ticha no reproduce lo que sus ojos perciben, sino lo que sus entrañas revelan. Su mano obedece a la voz de los sueños, al murmullo de las sombras, a la memoria ancestral que se deposita en su piel como un conjuro secreto. Por eso sus cuadros no son solo obras de arte: son plegarias visuales, vibraciones condensadas, revelaciones en forma de color.

Su pintura guarda algo de alquimia y de hechizo: lo femenino aparece como espejo del alma, los símbolos despiertan como voces antiguas, y las atmósferas recuerdan los jardines oníricos de Remedios Varo o Leonora Carrington. Sin embargo, late en cada lienzo un pulso propio, íntimo y visceral: la voz de una mujer que ha hecho de su vida un ritual de transfiguración.

El llamado de los sueños

Desde niña, Ticha vivió en un planeta distinto. Mientras en la escuela sus compañeras seguían la lección, ella se distraía en las alas de una mosca que vibraba como un pequeño universo, en el vaivén de las nubes que parecían contener mensajes cifrados, en la geometría secreta de la luz que atravesaba la ventana.

“Siempre fui dispersa”, confiesa, pero esa dispersión era en realidad un don: la capacidad de vivir entre dos mundos.

Para ella, soñar fue siempre tan vital como respirar. Dormir significaba entrar en una sala de cine interior donde cada noche comenzaba la película: paisajes imposibles, aromas nunca olidos, símbolos enigmáticos que parecían venir de otra dimensión. Ese universo íntimo fue creciendo como raíz silenciosa bajo tierra, aguardando el tiempo justo para brotar en forma de visiones.

Sin embargo, el arte no se manifestó de inmediato. Durante años, su vida tomó otros rumbos: la arquitectura, el diseño, la familia. Todo ello la sostuvo, pero bajo esa superficie práctica ardía un fuego que no se apagaba. Y cuando sus hijos crecieron, cuando las preguntas sobre el sentido de su existencia se volvieron urgentes, la respuesta emergió con la claridad de un destino que no admite evasivas: pintar o morir de silencio.

Pintar o quedar atrapada en un cuerpo que no hablaba. Pintar o dejar que el alma se secara.

El despertar de la artista

El inicio no fue académico ni ordenado: fue un renacer. Con el maestro Roberto Serrato vivió su primera experiencia decisiva: pintar un corazón humano real, palpitante, enfrentarse a la crudeza y al misterio de lo vivo. Ese gesto inaugural abrió el cauce de toda su obra: mirar lo visceral, lo profundo, y traducirlo en imagen.

Luego llegaron otros maestros: Rafael Uribe, Jordi, Esmeralda, Rayim Ferreira con su guía en la meditación, Guillermo Almeida en la simbología y grafología. Cada uno le ofreció una pieza del mapa, pero ella sabía que el verdadero destino no era imitar a nadie, sino encontrar su propio lenguaje.

Ese lenguaje brotó desde lo más oscuro y lo más luminoso de su ser: los sueños, el tarot, la meditación, los símbolos arquetípicos, las experiencias de estados alterados de conciencia. En esos momentos, la mano ya no parecía obedecer a su voluntad, sino a fuerzas invisibles que trazaban a través de ella.

Su taller se convirtió en templo. Encendía velas, dejaba que las voces ancestrales la envolvieran, cerraba los ojos y permitía que el lápiz dibujara lo que surgía desde los abismos de su alma. Así nacieron los rostros femeninos como espejos, los cuerpos como memoria, los animales sagrados que custodian sus lienzos como guardianes de lo invisible.

Pintar como conjuro

Para Ticha, pintar es orar con los colores. Cada cuadro es plegaria, decreto y bendición.

“Me gusta pensar que mi obra es un conjuro —dice—, un decreto que traiga paz, que transporte a quien la mire hacia un lugar de sanación”.

Ella no busca el realismo: busca la vibración que late bajo la piel del mundo. En sus lienzos, lo humano se funde con lo vegetal, lo animal con lo divino, la sombra con la luz. Porque sabe que no existe claridad sin oscuridad, y que mirar a los ojos de la sombra es el primer paso hacia la transmutación.

Su propia vida lo confirma: atravesó depresiones, bloqueos, autosabotajes. “Mi mayor obstáculo he sido yo”, reconoce con una sinceridad desarmante. Pero la pintura fue alquimia: convirtió el dolor en belleza, la herida en camino, la fragilidad en fuerza.

Lo que podría haber sido silencio estéril, en sus manos se transformó en un lenguaje sanador. Como diría Guillermo del Toro —uno de sus inspiradores—, para comprender la luz es necesario mirar la oscuridad sin miedo.

La alquimia de los símbolos

El universo de Ticha está habitado por símbolos. Tarot, flores, cartas, sueños: todo se convierte en mensaje para quien sepa escuchar.

“Los símbolos resumen lo que somos. Todo te habla”, afirma con la certeza de quien ha aprendido a leer lo invisible.

En sus cuadros, el cuerpo femenino no es mero autorretrato ni sensualidad superficial. Es figura universal, energía primordial, arquetipo vivo que guarda la memoria de ancestras y ancestros. Es el eco de las mujeres que vinieron antes y de las que vendrán.

Cada lienzo se convierte en alquimia: traduce lo invisible en forma, convierte lo inconsciente en color, y nos recuerda que los símbolos son el idioma secreto del alma.

Entre la luz y la sombra

Contemplar un cuadro de Ticha puede ser bálsamo o inquietud. Algunos espectadores se sienten acogidos en un resplandor de ternura. Otros perciben la vibración de lo desconocido y apartan la mirada. Ella lo sabe: el arte verdadero no es complacencia, es espejo.

Ese es quizá su mayor legado: recordarnos que el arte no adorna, sino que transforma. Que no se limita a lo estético, sino que toca fibras dormidas, despierta memorias, nos confronta con lo que evitamos. Sus cuadros no buscan halago: buscan revelación.

El taller como portal

Su refugio está en Surco 39, frente a la antigua estación del tren en Querétaro. Allí, los cantos de gallos se mezclan con el eco de los trenes que pasan como fantasmas metálicos. El espacio se abre como un útero creativo donde el tiempo se suspende.

Ticha pinta hasta la madrugada, obedeciendo a un reloj interno que desde niña la despierta a las tres de la mañana, cuando el mundo duerme y los portales se abren.

“Puedo pasar horas sin comer, solo pintando”, confiesa. Y cuando finalmente observa lo que salió de sus manos, ella misma se sorprende: “A veces me pregunto: ¿de dónde vino esto?”.

Esa pregunta resume el corazón de su proceso: no se trata de control, sino de entrega. No es voluntad: es rendirse al misterio.

El legado de lo invisible

Cuando se le pregunta qué quisiera que sobreviva de su arte, Ticha responde con humildad: que dentro de cien años alguien contemple sus cuadros y se sienta acompañado, amado, acogido. Que sus obras sean refugio para almas que aún no han nacido.

No pinta para dejar monumentos ni fama. Pinta para comprenderse, para sanar, para compartir.

“Es mi camino de vida”, dice. Y en esa verdad radica su grandeza.

Su filosofía podría resumirse así: descubrirnos con fascinación. Su obra nos invita precisamente a eso: caminar entre la sombra y la luz sin miedo, abrir el tarot interior que cada uno lleva dentro, y recordar que la vida entera es un conjuro donde cada gesto, cada pincelada, abre mundos nuevos.

Ticha González no es solo pintora. Es maga, alquimista, soñadora. En cada lienzo nos recuerda que estamos hechos de símbolos, de memorias sagradas, de sueños compartidos. Que el arte verdadero no embellece la superficie: transforma la raíz.

Su vida y su obra son la prueba de que aun en la fragilidad puede florecer la belleza. Que la herida puede convertirse en semilla. Y que hay artistas —raros, indispensables— que convierten su existencia en un portal hacia lo eterno.

Etiquetas: ArteartistaentrevistaOBRA

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