El Congreso del Estado de Querétaro ya no es el mismo. Cambió el ruido del salón, cambió la geometría de los votos y, sobre todo, cambió el ánimo. Donde antes el Partido Acción Nacional caminaba con paso firme, hoy avanza con cautela, como quien entra a un cuarto oscuro creyendo conocer la distribución de los muebles y descubre —demasiado tarde— que alguien los movió todos. La política, como la vida, castiga a quienes confunden la costumbre con el derecho adquirido. Y eso es lo que parece haberle ocurrido al PAN en la LXI Legislatura local: durante años gobernó con una mayoría cómoda, previsible, casi automática. Hoy, esa mayoría se desvaneció. Morena, el Partido Verde y el Partido del Trabajo suman 13 de los 25 diputados locales. La aritmética es simple, pero sus consecuencias son profundas: el poder legislativo ya no responde a una sola voz, ni mucho menos a una sola voluntad.
Este nuevo equilibrio —o desequilibrio, según se mire— ha convertido al Congreso queretano en un espacio de fricción permanente. No es una exageración decir que la política local entró en una nueva etapa: una donde el diálogo ya no es opcional, donde la negociación es indispensable y donde la falta de oficio se paga caro. Y el precio lo está pagando, principalmente, la bancada panista y el propio Ejecutivo estatal.
Más allá de lo que hoy se reporta, la sesión en la que se rechazó el Paquete Fiscal 2026 quedará registrada como uno de esos momentos que marcan época. No solo porque se haya votado en contra de una propuesta central del gobernador Mauricio Kuri González, sino porque exhibió, sin maquillaje, la fragilidad política del grupo que gobierna Querétaro. El presupuesto no es un documento técnico cualquiera. Es el acto político por excelencia. Es la traducción de un proyecto de gobierno en números, prioridades y decisiones concretas. Cuando un Congreso rechaza un presupuesto, no solo rechaza partidas; rechaza una narrativa, una visión y una forma de ejercer el poder.
En Querétaro, ese rechazo fue impulsado por la mayoría integrada por Morena, Verde y PT, bajo el argumento de que el proyecto no atendía criterios de equidad territorial, ni respondía a las necesidades sociales más apremiantes. Pero más allá de las razones formales, el mensaje político fue claro: la época de las aprobaciones automáticas terminó. Lo verdaderamente preocupante no fue el voto en contra, sino la incapacidad del PAN para anticiparlo. En política parlamentaria, perder una votación clave no siempre es un error; no preverla, sí. Y eso es exactamente lo que ocurrió.
Poco después, la discusión de la Ley de Ingresos confirmó que el problema no era coyuntural, sino estructural. Sesiones suspendidas, acuerdos que no cuajan, discursos que se repiten como discos rayados. El Congreso entró en una dinámica donde nadie cede y todos pierden.
A pesar de que al final la ley de ingresos fue aprobada el paso 15 de diciembre, y que debería ser un instrumento técnico con consensos básicos, se convirtió en un campo de batalla ideológico. La oposición reclamaba una redistribución más justa; el oficialismo defendía la estabilidad financiera del Estado. Ambas posturas son legítimas. Lo ilegítimo es la incapacidad de sentarlas en la misma mesa con una ruta clara de negociación. Aquí es donde el análisis periodístico se cruza con el constitucional: el Congreso no está diseñado para imponer, sino para deliberar. La pluralidad no es un obstáculo; es la materia prima de la democracia. Pero cuando esa pluralidad no se administra con inteligencia política, se transforma en parálisis.
Toda mayoría —o minoría— parlamentaria necesita conducción. Alguien que entienda que el liderazgo no se ejerce levantando la voz, sino tendiendo puentes. En este contexto, la coordinación panista encabezada por Guillermo Vega ha quedado severamente cuestionada, por la omisión de funcionamiento de la Junta de Coordinación Política. En política los vacíos de poder se llenan, y la ausencia de este liderazgo la tomaron los diputados Gerardo Ángeles y Ulises Gómez de la Rosa. No se trata de un juicio personal, sino de una evaluación política. El PAN actúa como si todavía tuviera los votos que ya no tiene. Insiste en estrategias que funcionaban en otro Congreso, con otra correlación de fuerzas. La política, sin embargo, no perdona la nostalgia.
Un coordinador parlamentario no está para administrar certezas, sino incertidumbres. Para negociar con adversarios, no para encerrarse con aliados. Hoy, la bancada panista parece más cómoda en el discurso que en la operación. Y eso, en un Congreso fragmentado, es una desventaja letal.
La falta de acuerdos no es culpa exclusiva de la oposición. Es, en gran medida, consecuencia de una estrategia legislativa deficiente, sin lectura fina del tablero, sin incentivos cruzados, sin construcción previa de consensos. El resultado es un PAN reactivo, no proactivo; sorprendido, no estratega.
Pero el problema no termina en el Congreso. La política legislativa es, también, una responsabilidad del Ejecutivo. Y aquí aparece otro vacío preocupante: la ausencia de un verdadero operador político estatal. En otros tiempos, los gobiernos entendían que la relación con el Congreso se construía todos los días, no solo en vísperas de votaciones clave. Hoy, el gobierno estatal parece confiar en que la lógica administrativa suplirá a la lógica política. Error grave.
El gobierno estatal enfrenta un escenario complejo, pero no inesperado. Sabía —o debía saber— que la nueva Legislatura no sería dócil. La pregunta es por qué no se preparó una estrategia política acorde. Por qué no se tejieron acuerdos previos, por qué no se construyeron interlocuciones estables, por qué se apostó a la inercia. En política, la falta de operación se paga con derrotas públicas. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo.
Del otro lado del tablero, la mayoría de Morena, Verde y PT tampoco está exenta de responsabilidad. Su fuerza numérica les da poder, pero también les impone deberes. Gobernar desde el Congreso no es solo decir “no”; es decir “sí, pero así”. La figura de Gilberto Herrera encarna esa tensión. Su discurso es ideológicamente consistente, alineado con la narrativa nacional de la Cuarta Transformación. Pero la política local exige algo más que coherencia ideológica: exige pragmatismo.
La cerrazón puede ser una forma de resistencia, pero cuando se vuelve sistemática, corre el riesgo de transformarse en bloqueo. La pregunta clave es si la mayoría legislativa está dispuesta a asumir los costos de la parálisis o si buscará construir una agenda propia que vaya más allá del rechazo. Hasta ahora, el mensaje ha sido más de confrontación que de construcción. Eso puede ser rentable políticamente a corto plazo, pero riesgoso institucionalmente a largo plazo.
Lo que ocurre en el Congreso de Querétaro no es un accidente. Es el reflejo de una transición política más amplia. El estado dejó de ser un territorio de hegemonías incuestionadas y entró en la lógica —más compleja, pero más democrática— de la pluralidad real. El problema no es la nueva mayoría. El problema es que nadie parece haber aprendido todavía a convivir con ella. El PAN no termina de aceptar que ya no manda solo. Morena y sus aliados no terminan de asumir que mandar también implica construir. Y en medio, la ciudadanía observa un Congreso entrampado, más ocupado en disputas internas que en resolver problemas públicos.
La política no es un acto de fuerza, sino de inteligencia. No es una suma de votos, sino una suma de voluntades. Querétaro necesita urgentemente recuperar el oficio político perdido: ese que entiende que ceder no es rendirse, que negociar no es traicionar y que gobernar en pluralidad exige algo más que consignas.
El Congreso del Estado está ante una disyuntiva histórica: o aprende a dialogar en la diferencia o se convierte en un monumento a la parálisis. El tiempo corre, los problemas se acumulan y la paciencia ciudadana no es infinita. En política, como en la navegación, no basta con tener un buen barco; hay que saber leer el viento. Hoy, en Querétaro, muchos siguen aferrados a mapas viejos, mientras la corriente ya cambió de dirección.





