En 2025, el conflicto entre Israel y Palestina se encuentra en uno de sus puntos más álgidos de las últimas décadas. La escalada militar, los ataques cruzados, las operaciones en Gaza y Cisjordania, los rehenes, las miles de víctimas civiles y el recrudecimiento del terrorismo han colocado a Medio Oriente nuevamente en el centro de la agenda internacional. Se trata de un conflicto que no solo desgarra la región, sino que también desnuda las contradicciones del derecho internacional, la fragilidad de la diplomacia y la incapacidad de las grandes potencias para construir una paz justa y duradera.
Hoy más que nunca, la comunidad internacional se debate entre el deber de proteger los derechos humanos, la realpolitik que define alianzas estratégicas y el trasfondo religioso e ideológico que convierte a este enfrentamiento en una guerra de identidades.
El conflicto tiene raíces históricas que van más allá del mandato británico a la partición de la ONU. El conflicto no surgió de la nada. Sus raíces se hunden en el mandato británico de Palestina tras la Primera Guerra Mundial, cuando la caída del Imperio Otomano dejó bajo control británico un territorio habitado mayoritariamente por árabes palestinos, con una creciente inmigración judía impulsada por el sionismo y las persecuciones en Europa.
La Declaración Balfour de 1917, en la que el gobierno británico expresó su apoyo al establecimiento de un “hogar nacional judío” en Palestina, marcó el inicio de un choque inevitable. Tras el Holocausto, el movimiento sionista obtuvo respaldo internacional, y en 1947 la ONU aprobó la Resolución 181 que proponía la partición de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe, con Jerusalén bajo administración internacional.
Los países árabes rechazaron el plan. En 1948, tras la proclamación del Estado de Israel, estalló la primera guerra árabe-israelí. Para los israelíes, fue la “guerra de independencia”; para los palestinos, la Nakba, la catástrofe que los expulsó masivamente de sus tierras. Desde entonces, el mapa se ha transformado en un tablero de ocupaciones, asentamientos, muros y desplazamientos.
Desde entonces, ha habido momentos clave en más de siete décadas de conflicto comenzando en 1967 con la Guerra de los Seis Días, cuando Israel ocupó Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este y los Altos del Golán. Desde entonces, el tema de los territorios ocupados se volvió central en el derecho internacional.
En 1993 los Acuerdos de Oslo fueron una esperanza fallida pues Israel y la Organización para la Liberación Palestina reconocieron mutuamente su existencia, y parecía abrirse un camino hacia la solución de dos Estados, pero el asesinato de Yitzhak Rabin y el avance de los asentamientos truncaron ese horizonte.
Ya en el año 2000 con la Segunda Intifada se dio el estallido de violencia palestina y represión israelí que radicalizó el conflicto. Para el 2007 con el ascenso de Hamás en Gaza la relación se recrudeció tras su victoria electoral; Hamás tomó el control de la Franja, quedando enfrentado tanto a Israel como a la Autoridad Palestina en Cisjordania, lo cual ha llevado a que desde el 2023 haya una nueva escalada militar con los ataques de Hamás contra Israel y la ofensiva militar israelí en Gaza han desatado una crisis humanitaria sin precedentes recientes.
En todo hay un trasfondo religioso y terrorista. No se puede ignorar que este conflicto tiene un componente religioso fundamental. Jerusalén es ciudad santa para judíos, cristianos y musulmanes. El control de sus lugares sagrados ha alimentado la narrativa de una guerra no solo territorial, sino espiritual.
Por otra parte, el papel de Hamás es determinante. Catalogado como organización terrorista por Estados Unidos, la Unión Europea y otros países, Hamás ha utilizado la violencia indiscriminada como estrategia de resistencia, lanzando ataques contra civiles israelíes y manteniendo secuestrados a rehenes. Ello ha servido a Israel para justificar su ofensiva militar, aunque esta con frecuencia ha vulnerado principios básicos del derecho internacional humanitario, como la proporcionalidad y la protección a la población civil.
La crisis humanitaria en Gaza y Cisjordania y su costo humano es devastador. Miles de muertos, la mayoría civiles palestinos; cientos de miles de desplazados; hospitales colapsados; escasez de agua, alimentos y medicinas. La Franja de Gaza se ha convertido en una cárcel a cielo abierto, sometida a bloqueos y bombardeos, mientras Cisjordania vive bajo la expansión de los asentamientos y la violencia de colonos armados.
Desde la perspectiva del derecho internacional, nos enfrentamos a graves violaciones: crímenes de guerra, castigos colectivos, limpieza étnica de facto. La comunidad internacional, sin embargo, ha mostrado una parálisis que raya en la complicidad.
En este año, el conflicto ha provocado realineamientos diplomáticos y tensiones geopolíticas: Estados Unidos mantiene su apoyo histórico a Israel, aunque con críticas crecientes desde sectores progresistas. Washington teme perder influencia en Medio Oriente frente a Rusia, China e Irán. Francia y Alemania se encuentran divididas entre la condena al terrorismo de Hamás y la exigencia de frenar la desproporcionada ofensiva israelí. Ambos países han pedido corredores humanitarios y reactivación de negociaciones.
Reino Unido se mantiene alineado con Estados Unidos, aunque presionado por su opinión pública para reconocer los derechos palestinos. Por su parte, América Latina y el Sur Global representado por países como Brasil, México y Sudáfrica han exigido alto al fuego inmediato y mayor intervención de la ONU. Sudáfrica incluso presentó una demanda contra Israel en la Corte Internacional de Justicia por genocidio.
El Consejo de Seguridad de la ONU permanece bloqueado por el veto estadounidense, lo que ha debilitado la credibilidad del sistema internacional y ha puesto en evidencia el doble estándar con que se aplican los principios de soberanía y derechos humanos.
Políticamente, el conflicto fortalece a los extremos: en Israel, a los sectores ultranacionalistas que rechazan cualquier concesión; en Palestina, a grupos radicales que ven la resistencia armada como única salida. Socialmente, las nuevas generaciones crecen en un ambiente de odio y resentimiento. Económicamente, la región se hunde en la miseria: Gaza está destruida, y Cisjordania depende de la ayuda internacional.
El impacto global también es evidente. La guerra ha encarecido los precios del petróleo y del gas natural, al tensar las rutas de suministro desde Medio Oriente. Ha generado nuevas olas migratorias hacia Europa, intensificando el discurso xenófobo de la extrema derecha. Y ha aumentado la amenaza terrorista en Occidente, con células radicalizadas que justifican sus acciones como represalia por la ofensiva israelí.
La encrucijada del derecho internacional no es menor, pues si bien se reconoce el derecho de Israel a existir y defenderse, pero también el derecho de Palestina a constituirse como Estado. Reconoce asimismo la prohibición de la ocupación y la obligación de respetar los Convenios de Ginebra. Sin embargo, ambos principios chocan en la práctica.
Los juristas internacionales deban si la política de asentamientos constituye un crimen de guerra; si la resistencia palestina incluye el derecho a la lucha armada; si Israel incurre en genocidio o en “exceso militar”. La Corte Penal Internacional y la Corte Internacional de Justicia se convierten en escenarios de disputa, pero sus resoluciones suelen carecer de fuerza coercitiva.
El conflicto Israel-Palestina no es solo un problema regional; es un espejo que refleja la incapacidad del mundo para resolver disputas históricas con justicia. El fracaso de la comunidad internacional, la indiferencia de potencias que priorizan sus intereses estratégicos, y la radicalización de ambos bandos nos acercan más al abismo que a la reconciliación.







