A Silvia Seligson
Esther Seligson no quiso acompañarme al Cenáculo del Monte Sión, en Jerusalén.
—Paso. Nada queda de aquello. Ve: igual realízate en tu viaje de turista.
Se burlaba de mí, obvio. Yo, distante de la religión, sí; pero conocer el Santo Sepulcro o el lugar de la última cena con sus apóstoles, pues era una oportunidad única, al igual que ir al río Jordán, donde Juan Bautista bautizó a Jesús.
Tengo un hermano por adopción, José Luis Espinoza: católico, de misa y todo. Estuvimos en la preparatoria y desde entonces nos seguimos, aunque no coincidamos en muchas cosas. Vive en Estados Unidos. Cada 24 de diciembre me llama y dice:
—Sí, ya sé que eres medio grinch pero, ¡feliz navidad!
Esta vez le conté aquel recuerdo del año de 1993, donde fui a Israel y pude conocer los santuarios de Jesús el nazareno. Lo dejé mudo. Agregué:
—Que mis padres me bautizaron como católico —pero me haya alejado de la palabra cristiana—, no quiere decir que no crea en símbolos o mitos… El amor es lo que a uno lo rige. Nadie más. La amistad es una tormenta de salud mental: por eso podemos discutir, sin pelear. Te quiero hermanito.
No recuerdo nada extraordinario del Cenáculo. Admiro más las imágenes de Leonardo Da Vinci que el lugar sagrado de la cena de Jesús, donde Barrabás fue el aparente traidor. Tenía razón Esther: una arquitectura gótica que nada tiene que ver con lo que fueron aquellos años de aquellos siglos.
En Jerusalén visité los sitios de las tres religiones —judía, musulmana y católica. El muro de las lamentaciones y la mezquita me subyugaron, seguramente al verlas por primera vez en mi vida. Y del huerto de los olivos, nada, más que demasiado viento.
No amo la navidad pero amo a los seres humanos, y no solo por estas fechas donde la hipocresía se da a raudales y todos nos felicitamos en persona o —cada vez más—, por las redes sociales.
Al regresar de turistear, Esther Seligson me preguntó de la experiencia. Iba a contestarle pero se adelantó:
—¿Lo ves? No importa adonde vaya uno. Importa lo que quieres. Tú y tu vida son tuyas. De nadie más. Dios está en uno, cariño.
Entonces: ¡feliz navidad!
Posdata: si plagié sin darme cuenta, espero no le avisen al juez de las letras, Guillermo Sheridan.