En el teatro de la vida, donde el fútbol funge como una de sus obras más aclamadas, en ocasiones parece que existe una trama oscura que tiñe de amargura el corazón de los aficionados: las injusticias arbitrales. Como un fantasma sigiloso, estas decisiones arbitrarias se deslizan en el campo, robando el triunfo a los desfavorecidos y coronando a los “grandes” con laureles manchados de deshonestidad.
En este drama, el balón, ese objeto esférico de sueños e ilusiones, se convierte en un símbolo de la injusticia que navega por un río de faltas no pitadas, penales inexistentes y tarjetas rojas inmerecidas, llevando a un equipo hacia la victoria y al otro hacia las fauces de la derrota.
La multitud ruge en las gradas, un coro de lamentos y protestas que se eleva hacia el cielo, suplicando por la intervención de una fuerza divina que enderece el rumbo del partido. Pero sus plegarias son en vano. El árbitro, cual dios supremo en su cancha, dictamina el destino del juego, y su fallo es inapelable. La inclusión del VAR, solución que fue vendida y aceptada como posible herramienta de justicia, sólo ha servido para alimentar suspicacias históricas balompédicas de que el dueño de la pelota es quien dicta las reglas.
¿Acaso no recuerda este escenario a la fábula distópica de “La Rebelión en la granja”? En esa obra maestra de George Orwell publicada en 1945, los cerdos, los líderes autoproclamados, manipulan las reglas para perpetuarse en el poder. De la misma manera, en el fútbol, los equipos “grandes”, amparados por el favor arbitral, se erigen como una casta dominante, dejando a los equipos más humildes a su merced.
Al final del partido, cuando la temperatura futbolística baja, cuando el polvo se asienta y el humo de la indignación se disipa, sólo queda una amarga sensación de vacío. El sabor de la victoria, para el equipo favorecido y sus aficionados, debería ser tan amargo como la derrota para el desposeído… pero no, eso no sucede, al contrario, disfrutan incluso de ello, alzan el pecho elevan la voz y reafirman que, para ellos, el fin sí justifica los medios. Ganar es lo único, a costa de lo que sea.
Pero incluso, con frecuencia, la injusticia no se limita al terreno de juego. Se extiende a las gradas, donde la violencia y el comportamiento antideportivo parecen tener un precio diferente dependiendo del color de la camiseta. En estadios de equipos influyentes, como el del Monterrey, la violencia en la tribuna se ha convertido en una lamentable costumbre, sin que las consecuencias sean equiparables a las que se aplican en otros escenarios, haciendo que el balón, una vez símbolo de pasión y esperanza, ahora se tiñe del color de la injusticia.
Y así, en el teatro de la vida, el drama del fútbol continúa. Y los aficionados, como espectadores impotentes, sólo pueden observar cómo la sombra de la arbitrariedad se cierne sobre el deporte que aman alejándolos poco a poco. Mientras el dueño de la pelota sea el mismo, aquí y en China y bajo el triste consuelo de que la historia la escriben los ganadores, no importará el tamaño de la injustica, el balón seguirá botando, pero no siempre hacia donde la justicia dictamina.
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