Messi y Cristiano elevaron el listón a una altura tan desproporcionada que ya no se mide en partidos, ni en goles, sino en leyendas. Durante más de una década, el fútbol no se jugó en estadios, sino en un territorio suspendido entre lo humano y lo divino. Lo que vimos con ellos fue un milagro convertido en rutina. Y el hábito de lo imposible se nos volvió costumbre.
Hoy Dembélé levanta un Balón de Oro y la noticia debería estremecernos a los futboleros, pero en el aire flota una sensación extraña, casi ingrata: la de que siempre faltará algo. No es su culpa, es el peso de la herencia. Porque tras Messi y Cristiano, todo parece pequeño, como si la eternidad que construyeron hubiera dejado una sombra demasiado larga.
Ellos convirtieron el galardón en bandera de guerra: cada Balón de Oro era un trofeo para que el aficionado se jactara, un arma para restregar al eterno rival. El premio podía ser un concurso de popularidad, sí, pero hasta en eso los dos vivían en el cielo, donde las cifras eran himnos y los goles plegarias.
Y mientras escribo estas líneas, en mis audífonos suena One de U2, y la voz de Bono me recuerda: “We’re one, but we’re not the same.” Y Solo puedo pensar que hoy tenemos un nuevo futbolista con Balón de Oro; si, el galardón dorado sigue ahí, pero nosotros ya no somos los mismos. Ya no nos sabe igual. O, mejor dicho, tal vez ya no nos importa igual…
Porque lo que vimos fue el talento nato contra la obstinación, el genio contra la máquina perfecta, dos mitades de una eternidad compartida. Uno iluminaba donde el otro retaba. Uno respiraba donde el otro incendiaba. Y en esa tensión nació la rivalidad más extraordinaria que el balón haya visto jamás.
Hoy, Dembélé, Lamine, Vinícius Jr. o cualquiera que intente tomar su lugar se topará con esa verdad dolorosa: que aquellos dos crearon una cima que se ve imposible de volver a escalar. Y nosotros, tras haber disfrutado ese cielo, cualquier camino que sigamos se siente demasiado terrenal. Sera imposible no comparar.
Pasaran años y el eco de Messi y Cristiano seguirá resonando:
en cada pase,
en cada gol,
en cada triunfo…
y, sobre todo, en cada Balón de Oro.
Ahora lo que queda es intentar disfrutar lo que venga, sabiendo que alguna vez lo imposible se hizo costumbre… y que, después de esto, el Balón de Oro… que lo gane cualquiera.
Si, fuimos afortunados.








