Soy de esos millones de aficionados que, con una mezcla de ilusión y terca ingenuidad, nos registramos en la página de la FIFA esperando ser elegidos para comprar un boleto del Mundial.
Soy de esos que, aun sabiendo cómo funciona el negocio, guardan la esperanza de ser la excepción.
De que esta vez sí.
De que el destino, caprichoso y futbolero, nos guiñaría un ojo.
Pero no.
La suerte no llegó.
Y uno aprende, otra vez, que el Mundial por dinero, por distancia y por todo, ya no es de uno. Que la fiesta ya no es del pueblo.
Que la puerta se cierra justo cuando te acercas.
Y entonces empieza el desencanto.
El desánimo y la lista interminable de cosas que no me gustan.
No me gusta mi selección.
No me gusta ni el uniforme de México.
No me gusta que haya tantas selecciones en el torneo.
No me gusta que sea en tres países.
No me gusta que sean tan poquitos partidos en México.
No me gusta que no se juegue en mi ciudad.
No me gusta el director técnico.
No me gustan los carteles oficiales.
No me gustan los comediantes de siempre que irán al evento.
No me gusta esa plaga de influencers sin sentido ni amor por el balón.
No me gusta, y esta es la que más duele… que yo no pueda estar ahí.
No me gusta nada.
Nada.
Y así anduve días, semanas enteras, mascando fastidio. Convenciéndome de que, quizá esta vez, el Mundial pasaría sin mí y yo sin él. Que tal vez ya no me latía igual. Que quizá me estaba volviendo adulto, de esos que ven el fútbol con distancia, con frialdad, con una lucidez que no sabe a felicidad.
Pero el fin de semana pasado lo vi.
Ahí estaba, brillando en una tienda de deportes en medio del centro comercial.
El balón oficial.
Y entonces ocurrió lo que siempre ocurre.
El imán.
La atracción.
Ese impulso que no se explica, que no se detiene, que nace de la infancia y del ruido de la calle cuando éramos niños.
Lo tomé.
Lo giré.
Lo sentí en las manos.
El balón.
Siempre el balón.
La cosa más simple.
La cosa más importante.
No pude resistirme.
Lo compré.
Y fue sostenerlo y entenderlo todo: no importa lo que no me guste afuera, en la superficie, en la política, en los carteles, en las televisoras o en los precios imposibles.
No importa que el mundo haya cambiado. Incluso, no importa que yo no esté ahí.
Porque sostuve el balón…
y me volvió a gustar todo.
El Mundial.
La selección.
Los colores.
Los himnos.
Los estadios.
Los partidos que sí y los que no.
Todo lo que antes renegaba.
Todo lo que decía que ya no.
Ese es el truco del fútbol.
Ese es su hechizo.
Cuando el balón aparece,
cuando lo tocas,
cuando recuerdas por qué amas lo que amas…
Y hoy,
Hoy me gusta todo.








