Aveces cuesta trabajo permanecer frío ante el desfiguro ajeno.
Pena ajena, le llaman algunos en contra de la sensación sádica de ese regodeo ante la infelicidad ajena conocido en la lengua alemana como “schadenfreude”, frente a la cual se siente satisfacción generado por la infelicidad o humillación del otro. Regocijo, pues.
Al comienzo de estas líneas se habló del desfiguro. No se refiere al resultado electoral sino a la forma como los partidos políticos, en especial el PRI, han asumido la implacable derrota.
El dato fundamental, más allá de los malabares estadísticos, las comparaciones y las prefiguraciones, hay algo fundamental: Morena – o Andrés Manuel López Obrador–, les ha arrebatado el país a los partidos hoy aliados (PAN y PRI).
Los más de setenta años de hegemonía priista (PNR, PRM, PRI) y la docena de dislates del panismo, más la efímera resurrección del priismo “fake” de Peña Nieto, fueron arrasados en solo ocho años por López Obrador y el tsunami populista.
No olvidemos una fecha: nueve de julio del 2014. Ese día el Instituto Federal Electoral dictaminó la existencia de Morena como partido, político. Es una paradoja: el IFE no tuvo reparos cuando Morena satisfizo los requisitos legales. La comisión obró con rectitud. Y cosa hoy extraña, uno de esos comisionados se llama Lorenzo Córdova.
Pero en estos días de encono y división – elemento inseparable de su ascenso al poder–, Morena considera a esa institución (sólo cambió el nombre), una enemiga de la democracia. Quizá podríamos decir, de su visión populista, excluyente y arbitraria de su democracia, pero ni eso.
En fin. El primer efecto físico del poder total… como en otras emociones le sucede al amor–, es la ceguera.
Pero si el poder produce ceguera, la impotencia produce falacia, especialmente en el Partido Revolucionario[RC1] Institucional cuyos triunfos son ajenos.
Durango y Aguascalientes ya eran de Acción Nacional. Con todo y sus limitaciones y errores, Marko Cortés se queda con algo. Alejandro Moreno, ser queda sin nada en la contienda. Ha sido remolcado por los azules (¿Quién lo diría?) y le ha dado un argumento más a quienes pronostican (pronosticamos) la extinción del PRI, tal y como sucedió con ese fantasma llamado Partido de la Revolución Democrática a quien nadie menciona siquiera.
La diferencia es, sin embargo, triste: el PRD nunca tuvo el poder. Fue el partido de las derrotas sucesivas las de Cárdenas y las de López Obrador. Pero el PRI –bien y mal– construyó el México del siglo XX.
Hoy es algo amorfo, blando, un partido cuyas pérdidas son constantes, sin organización, sin capacidad de aglutinar los residuos de sus sectores estructurales; diluida la Confederación Nacional Campesina; derrotada por las nuevas leyes y convenios internacionales la decrépita CTM es una pieza de museo y el Sector Popular, es una entelequia.
Jamás se había visto: la secretaria general del Partido –acribillada por el gobierno estatal–, piedra una elección en un estado teóricamente priista, a pesar del respaldo de su esposo, líder de la bancada en San Lázaro. No sólo, perdió la candidata saboteada; perdió todo el partido. Simbólicamente esta es una tragedia en la historia del PRI hidalguense y su leyenda de invencible poder regional.
Y lo derrotaron dos ex priistas: Andrés Manuel y Menchaca.
ALITO
La expresión corporal, el semblante, a veces dicen mucho. Superan a las palabras.
Por eso cuando Alejandro Moreno trataba de convertir el plomo de la realidad en el oro de la palabrería, se le notaba el semblante de quien ha bebido cucharadas y cucharadas de aceite de ricino u otro poderoso purgante.
Y de la derrota oaxaqueña no había duda. Más de veinte veces ha estado el presidente vigilando las inversiones en el corredor transístmica, el único de sus proyectos con visos de racionalidad. Todo lo demás, un paquete delirante.
Y a pesar de eso, o por eso, ganaron las elecciones 4 a 2.