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El arte como tejido vivo

Luis Sánchez, artista plástico queretano

por Lila Cruz
18 agosto, 2025
en aQROpolis, Destacados
El arte como tejido vivo

Luis Sánchez es, al final, un tejedor. Sus hilos son de color y de memoria, de cómic y de liturgia, de calle y de misticismo.

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Hay artistas que pintan lo que ven. Y hay otros que, al trazar una línea, parecen abrir un portal: entre el mundo visible y el invisible, entre lo cotidiano y lo sagrado, entre lo que somos y lo que aún no nos atrevemos a ser. Luis Gerardo Sánchez Vázquez pertenece a esta segunda estirpe. Su vida y su obra son un tejido vivo donde conviven el cómic y la liturgia, el mural y la intimidad, lo pop y lo ancestral, lo urbano y lo espiritual.

Nació en Querétaro en 1984, y desde niño supo que lo suyo no sería imitar la realidad, sino reinventarla. Mientras algunos soñaban con ser policías o bomberos, él quería dibujar caricaturas, contar historias, inventar universos. Sus primeros pinceles fueron lápiz y papel; su primera galería, las libretas escolares repletas de personajes fantásticos. Al mismo tiempo, su educación católica lo confrontaba con la solemnidad de los murales de iglesia. Entre esos dos polos —la fantasía pop y el arte sacro— se forjó una sensibilidad que más tarde encontraría su cauce en el muralismo, en la ilustración, en la escultura y en la gestión cultural.

“Yo no me veo solo como artista”, confiesa Luis con una convicción que desarma. “El arte para mí es una herramienta de desarrollo personal, de diálogo con la sociedad, no una etiqueta que cargar”. Esa certeza lo ha llevado a moverse sin miedo entre territorios: pintar muros en Brasil, Miami o Estonia; dar clases en escuelas públicas; dirigir la Galería Municipal; organizar ferias como Mercado Negro o proyectos colectivos como Arte Nueve Urbano; colaborar en escenografías, juguetes artísticos, conciertos y cine. Todo lo que toca, lo convierte en experiencia compartida, como si cada proyecto fuera un nuevo tejido de voces.

Del cómic al mural: un sincretismo vital

Su primer contacto estético fueron las caricaturas y videojuegos de los noventa. Pero pronto ese universo se fundió con otro: el del arte religioso. “Para mí no había gran diferencia entre la misa y la fantasía”, recuerda. “Las imágenes de las iglesias eran tan poderosas como los cómics, ambas eran narrativas que te llevaban más allá de lo real”. Ese sincretismo marcó su obra: una mezcla de lo popular y lo sacro, de lo ancestral y lo contemporáneo.

En sus murales se reconocen símbolos prehispánicos, figuras mitológicas, elementos como el agua y el fuego que se convierten en alegoría universal. No se trata de copiar el pasado, sino de resignificarlo, de encontrar en cada cultura una resonancia común. Así sucedió en Estonia, donde al pintar descubrió que los símbolos del venado para los bálticos tenían la misma fuerza que para los pueblos originarios mexicanos. El arte como puente entre mundos: Mextonia, lo llamaron.

Luis lo entiende bien: la identidad no es una máscara fija, sino un proceso de búsqueda. “Estamos descolonializando ideas, encontrando significado y propósito en paralelo con otras culturas”, dice. Por eso su obra cambia de piel, evoluciona, se arriesga. No pinta “patos para siempre”, no se queda en un estilo, porque para él la autenticidad está en el movimiento, en el flujo constante que todo lo transforma.

El arte como martillo

Cuando le pregunto si el arte es un espejo o una ventana, responde sin titubeo: “Es un martillo”. Cita a Brecht: el arte no solo refleja la realidad, la transforma. Para él, la creación no es un ejercicio narcisista ni un lujo estético, sino una herramienta que moldea conciencias, que golpea los muros de la indiferencia, que abre grietas por donde se cuela la luz.

Su filosofía de vida es coherente con esa visión. “Un desperdicio de vida es vivir a las expectativas de los demás. Hay que abandonarlas, confiar en el propio camino y, sobre todo, divertirse. Venimos a pasarla bien”, afirma. Esa voz es la de alguien que se negó a encasillarse, que se salió de la universidad más de una vez, que aprendió de colegas, de alumnos, de la calle. Que entendió que la escuela más fértil es la vida misma y que la alegría, lejos de ser superficial, es la forma más radical de resistencia.

Entre el grafiti y la sacralidad del muro

Hablar con Luis es desentrañar los estigmas. Él mismo lo dice: el grafiti fue visto como vandalismo, como suciedad. Pero detrás de cada tag hay una identidad, una voz, un grito social. “El arte urbano es un arte popular, tan legítimo como cualquier otro. Así como los hijos de los obreros usan una herramienta industrial —el aerosol— para apropiarse del espacio público, así también lo hacían nuestros ancestros con el pigmento sobre piedra”.

En esa línea, ha trabajado en proyectos colectivos que transformaron muros de Querétaro y de otras ciudades. Desde la gestión cultural de Arte Nueve Urbano con Edgar Sánchez, hasta la creación de Mercado Negro, un espacio donde los artistas venden directamente su obra al público, sin intermediarios. Una democratización del arte que rompe burbujas elitistas y abre paso al coleccionismo emergente.

Nómada del color

Si algo define a Luis es el movimiento. Viaja ligero, sin más equipaje que su experiencia. “Antes llevaba maletas llenas de pinceles. Ahora entendí que lo esencial lo traigo en las manos, en la vida misma. Descubrí que mi casa soy yo”. Ese espíritu nómada lo ha llevado a pintar murales en continentes lejanos, pero también a volver siempre a Querétaro, donde el contraste entre lo colonial y lo industrial le recuerda que toda ciudad es un palimpsesto, un cuerpo en transformación.

Su paleta es reflejo de su propia psique. De joven pintaba en blanco y negro, convencido de que ahí estaba su autenticidad. Pero un día el color irrumpió como una perturbación inevitable, y nunca más lo abandonó. Hoy, aunque sus trazos conserven la fuerza del dibujo, siempre hay un estallido cromático que parece emanar de su interior. “El color me incomodaba, pero aprendí a perderme en él. Y ya no pude volver atrás”.

Aprendizajes, espejos y herencias

Luis se formó con maestros locales como Santiago Carbonell o Jordi Boldó, pero también con dibujantes anónimos que conoció en la escuela y que nunca llegaron a la fama. Para él, la genialidad no siempre está en los grandes nombres, sino en esas manos discretas que alguna vez le mostraron un cuaderno y le volaron la cabeza. Por eso insiste en que el arte debe ser horizontal: todos tienen derecho a expresarse, todos tienen algo que decir.

Sus influencias van de Moebius al anime japonés, de la novela gráfica a la escenografía teatral. Pero, al final, lo importante no son las etiquetas. “Prefiero que me recuerden como persona”, dice. “No necesito ser un nombre en un catálogo. Me basta con la huella que dejo en mis amigos, en la gente que amo. No me voy a llevar nada. El arte me lo enseñó todo: me sacó de la timidez, me arrojó al mundo, me dio voz”.

Filosofía de lo efímero

Luis sabe que los murales son efímeros. Que lo que pinta hoy puede ser borrado mañana. Y lejos de lamentarse, lo celebra. Porque la memoria más duradera no está en los muros, sino en la experiencia de quienes lo vieron. Su legado no se mide en metros cuadrados de pintura, sino en las resonancias que despierta en los ojos, en las conversaciones, en la intimidad de quien se dejó tocar por un color.

Por eso habla de gastar la vida sin guardarse nada. De entregarse al presente con la certeza de que la herencia real es invisible, intangible: la transformación del otro. “El arte es un megáfono”, dice. Y en su voz se adivina la convicción de alguien que no busca monumentos, sino vínculos.

Epílogo

Luis Sánchez es, al final, un tejedor. Sus hilos son de color y de memoria, de cómic y de liturgia, de calle y de misticismo. Cada mural suyo es un latido compartido, cada proyecto colectivo es una semilla en la tierra fértil de la cultura.

En un mundo que insiste en dividir entre alta cultura y cultura popular, Luis se mueve como un puente vivo, un artista que es también gestor, amigo, maestro, cómplice. Y que, al hablar, nos recuerda lo esencial: que el arte no está para adornar, sino para transformar; que no existe para ser contemplado pasivamente, sino para martillar conciencias y abrir grietas por donde entre la luz.

Su legado no será una estatua ni un libro de historia. Su legado está en el aire que respiramos al mirar un muro pintado, en la conversación que provoca, en la sonrisa de un niño que se reconoce en un dibujo, en la confianza de sabernos acompañados.

Luis Sánchez: arte vivo, arte que arde, arte que se gasta en la intensidad de estar aquí y ahora.

Etiquetas: ArteartistaentrevistaOBRAPintura

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