EL JICOTE
A mi amigo Efraín Mendoza Zaragoza, un abrazo solidario.
El hostigamiento académico ha existido desde que existen las escuelas, con las variantes propias de la cultura y lo que llaman “contagio social”. Cuando fui víctima del bullying no me atreví ni siquiera a denunciarlo en mi casa, pues ya sabía la respuesta: “Pues defiéndase, ¿qué no es hombre?” La vergüenza de ser descubierto como un cobarde me hacía tragar mi angustia. El valor de dar la cara, aunque te la partieran, era algo muy reconocido en mi generación. Desventaja en relación con la época actual que reconoce la valentía en muchas facetas de la vida, como bien decía Borges: “Soy héroe -pero aclaró- héroe civil”. Pero el bullying anterior tenía una ventaja, el estudiante dejaba la escuela y regresaba al apapacho familiar, al trato armónico con los amigos. El bullying moderno no tiene horario ni espacios, ni grupo específico, con las redes sociales persigue a la víctima donde quiera que se encuentre, la rodea y está cotidiana y permanentemente atrapada. Este asedio global es sin duda una de las razones para ser considerado la primera causa de suicidio entre los jóvenes. El “contagio social” es materialista, consumista, hedonista y, sobre todo, narcisista. Si desde la Biblia se dice que la vida es vanidad, todo es vanidad, en estas épocas adoradoras de la belleza corporal y los “selfies”, la vanidad vive un momento estelar. El perfil de los jóvenes que han masacrado a compañeros y maestros es de gente solitaria, no aceptada en la comunidad ni académica ni social. Representan la cara oscura de lo que es el paradigma del grupo: “El estudiante o la estudiante popular” En el acto asesino hay venganza por la marginación, pero no podemos de dejar de distinguir que inmersa en su desesperada agresión también hay la afirmación de una individualidad que se niega aceptar la globalidad y la uniformidad de los valores. Otra faceta importante en el joven suicida son las adicciones, una avidez al placer y al placer rápido, tiene su paraíso en un medio ambiente desbordante de substancias sicotrópicas, que tienen su atractivo no únicamente por el tipo de disfrute sino también porque marcan el “status social” del consumidor; dan diferente tipo de “caché”. No es lo mismo ofrecer mariguana que cocaína. Los jóvenes empiezan a burlarse de la vida, a distraerse inmersos en el placer que sólo tiene como pasaporte traer dinero; es entonces cuando la vida es menospreciada que toma la revancha asestando una realidad despiadada: falta de oportunidades, salarios bajos, insatisfacción laboral. La mayor de las probabilidades: una mediocridad económica y social; la nariz apenas afuerita del agua de una competencia profesional cada vez más exigente. Decía un reclutador de talentos: “Hace apenas algunos años pedíamos título profesional, después maestría, hoy al menos doctorado, mañana premios Nobel”. Los adultos no tienen autoridad en el llamado a los jóvenes a no consumir drogas, una tercera parte de la población mundial toma tranquilizantes. Los jóvenes que deberían de ser el rostro sano, risueño, el presente y el futuro más próspero y feliz, frustrados e impotentes para cambiar las cosas, optan por denunciar el mundo que reciben, renunciando a vivir en él.