EL JICOTE
Hace cuatro años murió Hugo Gutiérrez Vega y quisiera recordarlo. Personalmente lo consideraba mi amigo pero reconozco que no estoy muy seguro que él compartiera el mismo sentimiento. Nuestros puntos de vista políticos nos distanciaban y ponían estática a nuestra amistad. Cuando en la conversación surgía alguna cuestión política, como dos amigos que fueran caminando y que de improviso se encontraran ante un charco lodoso, optábamos por rodear el tema y platicar de otra cosa. Lo que más hice y compartí con Hugo fue la risa. Le gustaba que fuera yo quien le recordara sus anécdotas y luego compartir la carcajada. A continuación una de ellas. Como buen tragón apreciaba como nadie los deleites de la cocina, no perdía jovialidad salpicando sus experiencias con la comida, consciente, como él afirmaba: “La sazón no tiene explicación científica ni natural, pues su presencia es milagrosa y pertenece a los reinos de las gracias y de los misterios”. Se reconocía, como buen mexicano, arrocero, en todo tipo de presentaciones, blanco, rojo, con chícharos; se aceptaba también convicto y confeso tamalero; muestra su respeto por el “milagroso mole, que solemniza los momentos más importantes de la vida”; pero no hay duda que sus preferidos eran los sacrosantos frijoles, “que, decía, llenan los huequitos”.
Hugo era jalisciense de nacimiento, su buen apetito se iniciaba desde la mañana, a tal punto que Savater, citado en un libro por Hugo, afirma que los que van al cielo son acreedores a tomar un desayuno mexicano. Hugo llegó de visita a la casa de un amigo de Monterrey, que tienen fama, para mí muy bien ganada, si no de tacaños sí de ser bastante ahorrativos. En la mañana llegó al comedor y fue recibido por la amistosa y sonriente sirvienta que le preguntó:
Señor, ¿cómo quiere su huevo?
El singular del producto de gallina fue un duro golpe a su estómago. En silencio pensó en una sola unidad que le restregaba de alguna manera la cocinera. Obviamente no quería manifestar abiertamente que en Jalisco se comen cuando menos dos.
¡Perdón!
Que cómo quiere su huevo.- repitió la muchacha.
Hugo respondió:
Mi huevo lo quiero revuelto con otro huevo.
A Hugo le agradaba que le dijera un sobre nombre, No sé si para darme el avión, pero decía que era el mejor apodo que le habían aplicado. Donde quiera que te encuentres te lo repito: “Hugo Gutiérrez Vega, el Vasconcelos del Bajío”.