EL JICOTE
A López Obrador se le ha venido encima el diluvio de la brutal realidad. Son tan graves, tan indefendibles y dramáticos sus errores, y las críticas tan generalizadas en la prensa nacional e internacional, que como editorialista sólo me parece que tengo dos opciones: hacer escarnio del cúmulo industrial de torpezas del gobierno, pero ya se burlan bastante los narcos con comunicados, sólo les falta solicitar su inscripción a Morena, en fin, no me interesa hacer leña del árbol caído; otra opción sería tratar de ayudar al Presidente y proponer soluciones para salir del fondo de esta barranca política en las que nos tiene hundidos, es inútil, no nos haría caso, a los únicos que parece escuchar son a Trump y a la CNTE, lo peor, si de pura leche nos empieza a leer pero se le atraviesa un juego de beis que se va a extra innings, nos poncha con su olvido. Prefiero escribir de otra cosa. Reviso el calendario y encuentro que se viene el Día de muertos. ¡Qué suerte! El gran misterio de la vida. Con su permiso. La última frase que pronunciamos, ya agónicos, es muy importante. A tal punto que una buena frase de un moribundo es capaz de iluminar una vida oscura o llevar a la inmortalidad una ejemplar. La última frase que pronunciamos es como el postre de la comida. Puede arruinar el más exquisito menú o salvar dignamente el peor. Todo buen mexicano que se respete no puede dejar a la improvisación semejante acontecimiento. Es necesario tomar inspiración en otras frases postreras. Si no se prepara uno con anticipación, es capaz de decir lo que pronunció el vizconde de Palmerston en su lecho de muerte “¿Yo, morir, querido doctor? Eso sería lo último que haría”. O al contrario, balbucear tímidamente, como esa señora que en su agonía no podía obedecer las duras indicaciones del galeno: “Perdone, doctor, pero es la primera vez que me muero”. César Augusto, el emperador romano, quien preguntó, dirigiéndose a los que lo rodeaban: “Os parece que he representado bien mi papel en la comedia de la vida?” Todos dijeron que sí. “Aplaudid, pues”. Y murió en medio de una ovación. Oscar Wilde agonizaba mientras sus amigos discutían quién pagaría los gastos del entierro; de improviso abrió los ojos y manifestó: “Muero muy por encima de mis medios”. Humprey Bogart dice una reflexión congruente con su afición: “Nunca debería de haber cambiado el whisky por los martinis”. Y Alberto Llanas, un autor festivo catalán, en su lecho de muerte se tomó las manos, se dio un apretón y dijo: “Adiós, Llanas”. Es necesario estar conscientes de que la agonía es depresiva y corremos el peligro de caer en radicalismos verbales de solemnidad. Así podemos morirnos diciendo: “La prueba contundente de que la muerte no es populista sino democrática, es que se lleva sin distinción a todos los mexicanos”. O en sentido contrario, con las prisas de la agonía podemos decir algo demasiado ordinario y cotidiano: “Estos piquetitos que siento por todo el cuerpo ¿es la muerte?, ¿o alguien ha estado comiendo campechanas en mi cama? O peor, nos puede venir un acceso de optimismo y morirnos diciendo: “Tengo otros datos que no tienen los doctores, Voy muy bien con mi salud, me siento feliz, feliz”. Y ¡sopas”! Que nos morimos. Los invito a pensar en su última frase.