EL JICOTE
Sin duda que la mayor prueba que he tenido que enfrentar con el Corona virus y el confinamiento respectivo ha sido: la paciencia. Varios factores colaboran a que andemos por la vida como repartidores de pizzas. El libre mercado ha implantado como hábito una actitud permanente a las prisas, a las urgencias. Bajo la consigna de que “el tiempo es oro” la lentitud supone, además de ineficiencia, salirse de la competencia económica y profesional.
Otro factor que se empapa en las prisas es: la tecnología. Las acciones, los procedimientos y los resultados deben ajustarse a unos cuantos clicks. La enajenación es abrumadora, estoy aquí, pero jadeante ya quiero estar en el siguiente paso; no puedo concentrarme en un solo momento ni en un solo lugar. Con la desgracia que ahora debo quedarme encerrado, por más prisas que tengo la lentitud y hasta la pasividad se imponen. Acelerado, quiero mantener el antiguo ritmo cotidiano pero enclaustrado es afanarme inútilmente y, una paradoja, Germán Dehesa, diría una “parajoda”: la inmovilidad me agota más que cualquier intenso trabajo.
El Corona Virus nos ha impuesto su cadencia biológica y avala lo que decía Marx: “Ni la historia ni la naturaleza dan de brincos”. ¡Maldito virus! No tengo su tiempo para que contagie a más gente, o de preferencia que se vaya, pero que haga algo, rápido, aunque sea furioso o aunque sea rápido y pacífico. Y los pachorrudos científicos anuncian que una vacuna, efectiva, puede tardarse al menos un año.
Mochilón, como buen queretano que soy, busco una respuesta o algún consuelo en la Biblia. Lo encuentro en el Eclesiastés. “Para todo hay un tiempo señalado… tiempo de llorar y tiempo de reír” Y algo que parece escrito para el momento actual: “Tiempo de abrazar y tiempo de mantenerse alejado de los abrazos”.
Antes de convertirme yo en un problema para mí mismo, me aplico en encontrar lo positivo de esta tregua. Vivimos permanentemente en el aquí y en el ahora, el presente es un cohete que nos explota en la oscuridad. Sólo con paciencia se puede unir el tiempo: paciencia para recordar el pasado, para meditar la experiencia, el mejor y más dulce de los frutos que nos deja cada vivencia; paciencia y así poder revisar mejor el presente y planear el futuro. Toda esta labor de síntesis del tiempo debe ayudarme a mejorar, a aceptar que debo esforzarme y consciente que al final, en este juego de la existencia, hay alguien que se guarda la última carta y que es imposible de predecir: el destino. El sagrado destino. ¿Hay realmente alguien que haya podido pronosticar que este año nos deberíamos de quedar en la casa?
Este azar, esta fatalidad, no debe orillarme a la pasividad sino simplemente a luchar y a hacer todo lo posible, pero que no puedo violentar las cosas ni a las cosas mismas. Es entonces cuando trato de inyectarme, enterrarme, embarrarme, en todas mis células, en toda mi mente, la palabra más chiquita del diccionario pero de mayor significación, la única que merece tener todas las letras en mayúsculas: FE. FE en que los mejores días están por venir.