En lo hondo de la tierra, donde aún susurra el agua dormida y el mercurio es memoria líquida del tiempo, vive la pintura de Virginia Ledesma. Artista nacida en San Joaquín, en el corazón de la sierra queretana, Virginia no pinta desde la superficie: excava. Cada trazo suyo es una bocamina abierta a lo que fue, a lo que duele, a lo que aún late en los pliegues del paisaje y del cuerpo.
Su más reciente exposición, Bocamina, presentada en la Sala de Profundis del Museo Regional de Querétaro, no es una muestra: es un descenso. Un umbral hacia lo invisible. Un eco pictórico de minas olvidadas, manantiales secos, venados ausentes, y una infancia que aún habita en el color y en la emoción.
“Cada vez que pinto”, me dice Virginia, con una serenidad que arrastra siglos, “descubro nuevas posibilidades en mí. En el trazo, en el color, en la forma. Es abrir ventanas donde antes sólo había paredes”.
El arte, en ella, no es ornamento. Es lenguaje profundo que escucha lo que la tierra calla. Dejó atrás la figuración con la serie Agua de Venado, no como un abandono, sino como un rito de paso hacia el silencio. La abstracción le ofreció un refugio: “El paisaje rural me dio eso: el silencio. Había trabajado tanto el retrato humano que me agotó. El paisaje me permitió reencontrarme con la pintura desde otro lugar, desde otra hondura”.
Y en esa hondura, Virginia encontró preguntas. ¿Qué se pinta cuando el agua desaparece? ¿Qué se expresa cuando el color recuerda lo que ya no está? “Fue un choque fuerte ver manantiales secos. Te confrontas con la realidad. Como decía Picasso, la pintura no está para decorar, sino para mostrar la verdad. Y la verdad es que nos estamos quedando sin agua, sin luz, sin alma”.
Su niñez entre vacas, montañas y manantiales la sembró para siempre en la tierra. Y aunque más tarde Madrid la condujo a los museos, a Goya, a Velázquez, a Rubens, esa raíz serrana nunca se extinguió. “Pude beber de los manantiales, ver nacer animales, vivir con la naturaleza. Todo eso es parte de mi trazo. Y después, en Madrid, tuve el privilegio de aprender con los grandes. Antonio López fue un parteaguas. Me enseñó a dejar la fotografía y pintar desde lo vivo, desde lo natural”.
Ahí, en el silencio de los museos europeos, pasaba horas frente a una misma obra. “Velázquez y su Venus me dejaron sin aliento. Goya, con su brutal ternura en El fusilamiento del 3 de mayo, me enseñó que se puede pintar el horror sin regodearse en él, con una distancia respetuosa y poética”.
Pero no sólo Europa la formó. En México, la obra y palabra de artistas como Santiago Carbonell, Jordi Boldó, Arturo Rivera, Rafael Cauduro y su sobrino Víctor Cauduro fueron parte esencial de su alquimia interior. De cada uno absorbió una clave distinta: la precisión, la sombra, la emoción, el cuerpo como testigo del tiempo. “A veces una conversación basta para que te cambie el trazo. Con ellos aprendí no solo a pintar, sino a mirar”.
Cuando le pregunto si pinta desde la emoción o desde la memoria, me responde con una sonrisa: “De todo. Me nutro de todo. Cuando estoy frente al lienzo, los recuerdos se mezclan con los colores. Es totalmente emocional. No puedo pintar desde un método; pinto desde lo que me atraviesa”.
Y lo que la atraviesa son símbolos. El agua, el venado, la mina, la madre. El arte, en ella, es también arqueología. “Me apasiona la antropología, la arqueología. Siento que los símbolos me encuentran a mí, no yo a ellos. Pinto desde ahí, desde ese encuentro súbito entre lo ancestral y lo presente”.
Ser mujer artista en México, lo sabe, es una bocamina aparte. “El camino es solitario. No vengo de una familia de artistas. Tuve que buscar todo sola: los viajes, los museos, las respuestas. Y aunque siempre tuve el apoyo de mi familia, no había una guía. Eso lo hace más difícil. Hoy todavía falta mucho para que se apoye verdaderamente a las mujeres en el arte”.
Bocamina, su exposición actual, nace del recuerdo de la fiebre del mercurio en San Joaquín durante los años 70. Su familia trabajó en esas minas. “Jugábamos con mercurio como si fuera canicas. Hoy sabemos el daño que causa. Pintar eso fue abrir una herida, pero también una puerta. El arte tiene que visibilizar lo que no se ve”.
Y lo que no se ve —la mina, el mercurio, la memoria— está en cada obra. Una visitante le confesó: “En esta sala sentí el frío del mármol”. Esa frase la conmovió. “No quiero regodearme en el dolor. Quiero que quien vea mi obra se sienta tocado, pero también reflexione. Porque lo que pasa en la Sierra también pasa en el mundo”.
Virginia ha sido seleccionada en las bienales Rufino Tamayo y Alfredo Salce, compitiendo entre miles de artistas. Su obra ha viajado a España, a San Joaquín, a museos y galerías donde la tierra aún resuena en las paredes. “Cuando veo que mis piezas son seleccionadas, siento que algo está ocurriendo con mi pintura. Y eso me da fuerza para seguir.”
Hoy, en la Sala de Profundis, Virginia no expone cuadros: ofrece portales. En ellos se siente el eco del mármol, el temblor de la infancia, el clamor de la tierra. La exposición dialoga con el museo, con las piezas antiguas, con los cinabrios hallados en Ranas, con el alma del territorio.
“¿Qué quiero que sientan quienes se asomen a mi bocamina?”, se pregunta en voz alta. “Que entren. Que miren hacia adentro. Que no se queden en la superficie. Que se pregunten qué están haciendo con este mundo. Porque cada trazo, cada pintura, es también una advertencia y una esperanza”.
Y cuando le pido que se defina, simplemente dice: “Soy alguien en búsqueda”. Y ese es, quizás, su mayor don. No la certeza, sino la apertura. No la respuesta, sino la profundidad de la pregunta.
Virginia Ledesma no pinta cuadros. Abre bocaminas.