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Don Juan Carlos; dos imágenes

EL CRISTALAZO

por Rafael Cardona
13 agosto, 2020
en Editoriales
El “fusil” tecnológico en la IV-T
1
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1.- Como ustedes saben –le dijo Eduardo Matos al Rey Juan Carlos I de España al recibir­lo en el Templo Mayor–, to­do esto que hemos visto fue des­truido a principios del siglo XVI por los españoles…

Y ante la sorpresa del Borbón, el arqueólogo pegó el muletazo salvador:

—Ya saben sus majestades co­mo eran esos Austria…

El rey, experto en las relaciones internacionales y la buena vida, se carcajeó y le dijo al arqueólogo:

—Profesor: debería usted ser ministro de Relaciones Exteriores.

—Pues dígaselo a éste, respondió Matos Moctezu­ma (III) señalando al presidente de México.

“ Lo de “éste” –diría Matos tiempo después–, se me salió sin querer. Pero lo dicho, dicho fue.

“Y es que su majestad proviene de los Borbones, di­nastía instaurada por Felipe V en el año 1700, y los an­teriores reyes de España pertenecían a la casa de Aus­tria. De esa manera evadí el problema de echarle en ca­ra la conquista con todas sus consecuencias”.

Hoy ya no hay Austrias en el desvencijado trono de la Corona española, cuya supervivencia en el tiempo ha sido ahora boca bajeada por las andanzas financieras, eróticas y cinegéticas del heredero de Franco, a quien en el reino de las paradojas se le censura su codicia in­terminable, pero se le reconoce el derecho monárquico de reinar sobre los baturros. Y los no baturros, también.

¿Y si no hay descendientes directos de aquella coro­na, ¿a quien le vamos a exigir los mexicanos, las discul­pas por la invasión conquistadora, la evangelización y el Santo Oficio?

Pues de seguro a este “parricida”, Don Felipe VI, quien quiere salvar el honor de la Casa Real, así sea in­cumpliendo el segundo mandamiento de la religión cuya fe profesa. O eso dice.

Pero entre honrar al padre o conservar la pitanza de la Zarzuela, “pues vamos, padre, hágase a un lado, vá­yase donde lo cobijen los extranjeros con quienes hizo negocios, ya sean moros o cristianos”.

Entre el Rey Emérito y el Rey “Ya merito”, los espa­ñoles tienen para divertirse un rato

Y si no fuera suficiente con las desventuras conyu­gales de Doña Sofía de Grecia, crónicamente engañada y luego abandonada, ahora tenemos solitaria como de­do, a la señora Paloma Cuevas, cuyo esposo, el conocido coreógrafo taurino, Enrique Ponce (“Ninel Ponce”, para los cuates), se ha liado con una jovencita tan bella como era ella hace 20 años, lo cual ha llevado a la disolución de la pareja cuya guapeza tantas veces asaltó la ¡Hola!

Sic transit gloria mundi est…

2.- –“Vete al palacio de “El pardo”, me ordenaron cuando trabajaba yo en la información presidencial. El presidente De la Madrid va a llegar a esos alojamien­tos. Son los de los visitantes extranjeros. Espéralo ahí por si algo se necesita”.

En principio la idea de ir a la antigua residencia de Franco me molestaba un poco. Pero también me daba la oportunidad muy a la española de pedir la llave de retrete y tras usarlo, decir ufano: “me cagué en la casa del Caudillo”.

Distraído de los funcionarios de prensa y protocolo, correspon­dientes (en busca del retrete ven­gador), me puse a vagabundear por los salones. De pronto, como una aparición del “delirium tre­mens”, dos muchachitas como “Las Meninas” o las hermanas malvadas de la Cenicienta, entra­ron correteándose y tirándose de los holanes de unos vestidos ham­pones, hampones; de colores ho­rribles, horribles; entre risa y risa.

Eran las infantas.

Tiempo después una de ellas —Cristina—, casada con un wa­terpolista muy majo y muy transa, perdió hasta los tí­tulos nobiliarios, por los delitos de defraudación fiscal. Matrimonio de fulleros. Pero ese día la niñita no sabía aun de cómo le vendría el futuro. Jugaba con su herma­nita y me preguntaba desdeñosa:

—¿Y tu quién eres, qué haces aquí. Llamamos a los guardias?

Con las nenitas asomadas por un balcón con vista al patio exterior, dejé el enorme salón.

—Vienen en helicóptero, me dijo un hombre de ra­diocomunicador como quien alivia al impaciente. A lo lejos se veían varios aparatos en el cielo.

Cuando bajaron las aeronaves, una puerta se abrió. Juan Carlos de Borbón, bajó del sitio del piloto. Des­pués descendió el presidente de México.

—“¿Le ha parecido bien el servicio, señor presiden­te”, dijo el rey.

—“Muy bien, su majestad. Es usted un estupendo piloto”. Juan Carlos se dio a reír. En ese tiempo, solía reír mucho.

Sobre todo se reía de los españoles.

Etiquetas: Eduardo MatosEspañaRey Juan CarlosTemplo Mayor

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