Todos sabemos la prehistórica evocación de observar a la meditabunda iguana, nerviosa con sus ojos mercuriales y su larga cola, tirada sobre el peñasco, seguirá de su lejana meditación de saurio venido a menos.
Muchísimos años atrás los niños no la habrían apedreado porque su estatura colosal de elevado pedigrí, en cuya tarjeta de visita decía, Megachirella watchleri, habría generado un pánico prehistórico. Tampoco se le habría ocurrido a nadie convertirla en tamal, ni podía haber generado esa leyenda de la virgen istmeña dormida cuyo sueño fue interrumpido por una lúbrica iguana prendida al pezón de una lactancia ilógica en el escurrimiento del sueño húmedo.
Pero eso, como casi todas las leyendas pueblerinas, es hermoso aunque falso. O falso a pesar de su belleza.
Sin embargo yo sostengo una idea: las iguanas conversan en silencio con aquel cuya paciencia le permite mirarlas de lejos, sin ruido, sin molestia. La iguana es una antena y una emisora. Transmite sus pensamientos en una altísima frecuencia, cuya captación sólo es posible en estado de gracia.
Una vez en Tasmania, me encontré cara a cara con una iguana del tamaño de un automóvil compacto. Se movía con la agilidad de cuatro patas cuya mecánica muscular había sobrepasado las eras y las glaciaciones. Tenía un pecho poderoso, como de gladiador escamoso.
Una cabeza como de serpiente enorme y como ella, retraía su enorme lengua bífida, cuya baba ponzoñosa puede matar a una vaca o a un reportero incauto, con un simple unto.
Guardé la distancia y lo único en claro fue su nombre: soy el Dragón de Komodo. Es locativo, como todos sabemos, corresponde a una isla de Indonesia, cerca de Rinca, Flores, Gili Motang y Gili Dasami.
Pero la perfidia humana, a pesar de los peligros del Dragón, ha logrado someterlo al cautiverio y en el zoológico de Barcelona hay un ejemplar macho habituado, con el paso del tiempo, a comer butifarra, pronunciar la ele larga y bailar la sardana.
Pero este texto pretende sólo una divagación y me he ido demasiado lejos. Mi tema central debe seguir siendo la iguana, cuya agilidad de bailarina de minué, resulta a veces inverosímil si se considera lo accidentado de sus territorios, impropios para los saltos, excepto si se tienen las uñas coordinadas del saurio decadente; porque le gusta vivir en roquedales y pedregosos lomeríos, como los cerros de Acapulco Huatulco y Oxtopulco, matorrales espinosos y lugares poco accesible donde busca refugio ante quienes quieren asesinarla, ajenas a su condición de reina de la naturaleza, título nobiliario e indiscutible otorgado por Renato Leduc, quien a veces mostraba papada sáurica y manchas en la piel como de iguana vieja, dicho sea con todo respeto para la pigmentación de mi lejano amigo…
Si yo dijera sobre mis conversaciones con una iguana en Puerto Marqués, me tildarían de loco, pero nadie la acusaría de insania a ella.
Las cosas son más simples, como estoy harto de escuchar la tonadilla monótono e incompresiblemente mentirosa de la IV-T; preferí acabar el año con estas divagaciones “reptilíneas”.
Hoy, cuando se agota el calendario de la pandemia, cuando nada nos lleva a la dorada senda del optimismo, cuando nos hipnotizan con la canción de los muertos y nos vacunan contra todo, menos contra la estupidez, prefiero saludar a la iguana en el tejado y soñar con ella en los remotos, olvidados, tiempos de la prehistoria.
Quizá la iguana de ventanas doradas se enamoró de los ojos de flor de Elizabeth Taylor o compartió el susto Infantil de su presencia: yo en el terror de ver por primera vez su dinosáurica herencia, ella por mi cercanía en abierta invasión de su pedrera.
Como sea, mañana se acaba el año. Viene otros días similares a los anteriores y uno envidia a la ya muchas veces mentada iguana: ella masca su historia milenaria con la resignación y dureza de una roca bajo el sol.